Confinamientos en Shanghái: “El miedo ya no es al covid, es a lo que decidan hacer con tu cuerpo”. El pánico de una pareja argentina en China

Por Lucila Carzoglio y Salvador Marinaro, desde Shanghái

Sellaron nuestra puerta con una banda magnética. Desde hace una semana, no podemos salir al pasillo ni al balcón. Ni recibir comida, ni sacar la basura. Casi todos los días, un equipo de fumigación con trajes blancos y escafandras de plástico viene a desinfectar el edificio.

Antes de las seis de la tarde, debemos enviar una foto a la conserje con nuestras últimas pruebas. Los desechos se acumulan en la cocina, apilados en bolsas amarillas que advierten en inglés y chino: “Cuidado, residuos médicos infecciosos”.

Convivimos con nuestra basura y nos sentimos afortunados.

Según las cifras oficiales, más del 90% de los casos es asintomático.

De los 27 millones de habitantes que tiene la ciudad, en lo que va del año se contabilizaron 536 muertes por covid con un promedio de 78,9 años de edad.

La viceprimer ministra china, Sun Chunlan, dijo a las autoridades shanghainesas que debían detener la trasmisión comunitaria el pasado 2 de abril. Desde ese momento, las políticas de tolerancia cero se recrudecieron y la cuarentena, que en un inicio duraría cinco días, se declaró indefinida.

El jefe de epidemiología del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de China, Wu Zunyou, justificó las estrictas medidas asegurando que “son las que mejor se adaptan a la situación de China”. El país ha conseguido mantener uno de los índices más bajos de contagios y muertes por coronavirus del mundo, según datos oficiales, incluso con una baja tasa de vacunación de personas de riesgo.

Sin embargo, a más de un mes de encierro, de desabastecimiento e incertidumbre, de ver a nuestros vecinos arrastrados fuera de sus casas, amigos que caen en el desempleo o huyen en los pocos vuelos que salen del Aeropuerto Internacional de Pudong, el miedo ya no es a la enfermedad, sino a las medidas. A lo que decidan hacer con tu cuerpo.

El pánico del test positivo

Llegamos a Shanghái hace 6 años por unas becas doctorales y nunca nos sentimos tan vulnerables como el último mes.

El martes 26 de abril, después de más de tres semanas de cuarentena, uno de nosotros, Lucila, dio positivo en un test de antígenos. Las pruebas, los hisopados, los reportes al comité del barrio (esa unidad conformada por delegados vecinales y representantes del gobernante Partido Comunista) se volvieron parte de la rutina.

Pero esa mañana, cuando vimos las dos rayas rojas que aparecían en la banda de plástico, entramos en pánico. Sabíamos que se venían días complicados.

La primera llamada no fue a las madres, ni a los amigos, sino al consulado argentino. Los únicos que, tal vez, podrían ayudarnos a evitar los centros de aislamiento. Los fangcang, “hospitales o refugios móviles”, fueron creados en 2020 para tratar a pacientes que sufrían los efectos del coronavirus.

Con la aparición de la variante ómicron, volvieron a montarse, esta vez para aislar a los asintomáticos o quienes mostraban síntomas leves. Es decir, a personas que no requieren tratamientos.

Los medios oficiales publicaron artículos de estos centros donde la gente practica yoga, duerme en habitaciones separadas y tiene wifi. Testimonios de personas sin síntomas, internadas incluso dos semanas después de haber dado positivo, que aseguran estar tranquilas “por no tener la presión de los vecinos”, como publicó el diario Shanghai Daily el primero de mayo.

Sin embargo, las imágenes que nos llegaron por otras vías independientes -de espacios sin duchas, con baños compartidos inundados y gente hacinada, durmiendo con los barbijos puestos en catres militares, que grabaron vecinos y conocidos- fue lo primero que se nos vino a la mente.

El primer contagio

El primer caso de nuestro edificio, ubicado en la zona este de la urbe, apareció a los pocos días de que se decretara el encierro. En un complejo de 24 departamentos, en los que vivimos 11 extranjeros, la cercanía del caso nos sorprendió. Era la primera vez que conocíamos a alguien que se había contagiado de coronavirus en Shanghái.

La vecina del segundo piso dio positivo en uno de los monitoreos que se realizaban cada dos o tres días dependiendo del distrito. Su caso se mantuvo en silencio y, a los pocos días, en silencio se la llevaron.

Como un secreto a voces, nos enteramos de que habían venido a buscarla por los mensajes de la conserje: nos prohibía salir al balcón o abrir las ventanas. Igual, alguien le sacó una foto cuando subía a una van y la compartió.

Recién a los cuatro días, ella contestó los mensajes de aliento que le habíamos mandado durante toda la semana. Decía que estaba bien, en un hospital universitario y que sus jefes le habían pedido que no dijera nada. Nos mandó tres fotos: de la entrada, la habitación y la comida de la clínica. A nosotros la imagen de una carita feliz, hecha con dos mandarinas y una banana, nos generó desconfianza.

Encerrados en el edificio

Los protocolos insisten en el aislamiento de contactos estrechos y el traslado de positivos, con o sin síntomas. Unos pocos son enviados a hoteles, a hospitales o se les permite quedarse en casa. La gran mayoría termina en la cama de un fangcang hasta dar dos veces negativo en los resultados de PCR, según los requisitos del Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC).

El destino depende de tu suerte, de tu barrio, del momento.

El siguiente caso en nuestro edificio fue el del guardia. Las conserjes pidieron que no difundiéramos “rumores” hasta que hubiera una confirmación que nunca llegó. Los vecinos llamaron a una reunión virtual porque los portones estaban cerrados con un candado de bicicleta.

Desde que se decretó la cuarentena, muchos complejos tienen bloqueadas las salidas a la calle, incluso con chapas o rejas.

El guardia tenía la llave del candado y, con él encerrado, no podíamos recibir comida ni salir ante una emergencia.

Después de un operativo que incluyó el lanzamiento y la desinfección de las llaves, los portones volvieron a abrirse. Pero el guardia quedó en su puesto: una habitación de dos por dos con un sillón deshilachado y tres pantallas de vigilancia. Dudamos si al menos tenía un baño, pero allí estuvo por 5 días.

Uno de los vecinos pidió que no abriera sus ventanas: el virus “podía expandirse por el aire”.

Vivir con miedo

Con la información controlada por el gobierno, los grupos de WeChat (un servicio de mensajería similar a WhatsApp) y las redes occidentales se convirtieron en nuestra primera vía de información. La más inmediata.

En algunos videos que circulaban, de procedencia y autoría desconocida, vimos cómo aparentemente mataban a mascotas de personas con resultados positivos.

Unos días después, el 7 de abril, el Shanghai Daily reconocía un caso. El comité del barrio de la zona oeste, la llamada Nueva Área de Pudong, aceptaba que “había actuado deficientemente”. Un corgi había sido apaleado hasta morir porque temían que el perro estuviese contagiado como su dueño. Le ofrecían una compensación económica.

La separación de familias generó un escándalo mayor. Niños con resultados positivos fueron separados de sus padres. Wu Qianyu, inspectora de la Comisión de Sanidad de Shanghái, defendió la política a principios de abril: “Los padres que den positivo pueden estar con sus hijos contagiados”, explicó en conferencia de prensa. “Si solo el niño resulta positivo y es menor de 7 años, debe ser tratado por separado”.

La controversia, no obstante, llevó a que las autoridades relajaran la política, pero solo en pocos casos y bajo estrictos requisitos.

Miedo a que te lleven, a que te separen de tu familia, a que maten a tus mascotas. El miedo se instaló como forma de administración de la pandemia.

Tests… y más tests

Mientras nuestro guardia estaba encerrado, el gobierno decretó otro testeo masivo, el tercero de esa semana. Los voluntarios encargados de tomar las muestras pusieron su mesada a pocos metros de la casilla. Tres días después, la pareja del quinto dio positivo.

No sabíamos que el encierro podía ser más estricto, pero eso fue lo que sucedió. Desde esa tarde ya no podíamos ni siquiera bajar a buscar nuestros pedidos. Las cajas quedaban 24 horas en la entrada y luego las conserjes, vestidas con trajes descartables, las dejaban en la puerta de cada departamento.

Al quinto día, se llevaron a nuestros vecinos a un predio a dos kilómetros de nuestro barrio. Nosotros habíamos escrito una carta abogando por la posibilidad de que los dejaran quedarse, pero cuatro residentes no quisieron firmar. Entre los motivos, alegaron que extenderían el encierro de todos y que podría haber represalias.

Mientras revisábamos los videos que nos enviaban desde el fangcang, Lucila empezó a mostrar síntomas: primero fue un dolor de garganta, después una gripe, al final llegó la tos.

Sabíamos que nos quedaban pocos días antes del traslado.

Alerta: rojo

Algunos centros tienen mejores condiciones que otros.

A través del consulado, supimos que el de Chongming, una isla al norte, tiene separadores para familias y representantes de la Oficina de Asuntos Exteriores. En cambio, el del edificio Tieshimen, ubicado en nuestro distrito, tiene catres de campamento, uno al lado de la otro, y una toma eléctrica industrial que comparten los internados. Nosotros intuíamos que este sería el asignado porque allí estaban nuestros vecinos.

El jueves a la tarde vinieron a la puerta de casa a hacer el test de confirmación y al otro día, el código QR de la app de salud obligatoria en China apareció de color rojo. Nunca tuvimos acceso a los exámenes de Lucila, ni a sus resultados.

En ese momento, empezamos a recolectar teléfonos y contactos para dar con la oficina de la que dependía nuestros cuerpos, nuestra casa y la integridad de nuestra pareja. Primero fue el comité del barrio, después el CDC del distrito, más tarde, el del subdistrito. Los teléfonos de las oficinas estuvieron ocupados durante los cuatro días: nunca atendieron nuestra llamada ni las del consulado.

Mientras manteníamos las líneas conectadas a las rotativas, llegaban los mensajes del trabajo de Salvador en un centro educativo: “¿Están bien?”, “¿Tienen fiebre?”, nos preguntaban todos los días.

Ese fue el único intercambio que tuvimos sobre nuestro estado de salud: ningún médico se comunicó con nosotros, ninguna autoridad nos informó sobre nuestro destino, nadie evaluó nuestro estado de salud.

La peor noticia llegó a través de la oficina de Salvador. El sábado a las siete de la tarde, nos comunicaba que esa noche seríamos trasladados. La agencia que daba la orden no era ninguna de las que habíamos intentado contactar.

Teníamos unas pocas horas para hacer las valijas y cubrir los objetos de valor de nuestro departamento. La vecina del segundo insistió que guardáramos nuestros libros en cajas. Al día siguiente, un equipo de desinfección entraría a nuestro departamento. El de ella había quedado con manchas, un fuerte olor químico y algunas cosas estropeadas.

Mientras guardábamos en una valija unas latas de atún, un pedazo de queso, antifaces para dormir y tapones de oídos, cubrimos nuestros cuadros con bolsas de plástico y doblamos las alfombras.

Una llamada de último minuto del consulado a la jefa de Salvador detuvo el operativo. Ella, como intermediaria, elevaría nuestros pedidos, presentaciones y certificados médicos. Al fin, una autoridad revisaría nuestro estado de salud.

Las puertas del departamento quedaron bloqueadas a la espera de un nuevo PCR.

Antes de poner la alarma, nos preguntaron si teníamos suficiente comida para dos semanas y dejaron un bolsón en la puerta: tenía medio kilo de pak choi (col china), cinco pepinos y ajíes chinos, tres cabezas de apio y dos salchichones.

El kit de supervivencia incluía las bolsas amarillas con el signo de peligro, 50 test de antígenos y dos paquetes con pastillas que debemos tirar en el inodoro antes de ir al baño. A pesar de las restricciones, sabemos que tuvimos suerte.

En el último mes y medio, los comités de barrio y las oficinas de distrito tuvieron a su cargo la libertad de las personas, el acceso a los alimentos y el derecho de cuidar a nuestros seres queridos. Incluso, hay que pedirles autorización para salir a la calle y tomarte un avión para volar fuera del país.

Cuando elegimos vivir en Shanghái, encontramos un lugar en expansión, con gente ansiosa por crecer, por abrirse, por vincularse con el mundo. Desde 2020, las medidas de contención de la pandemia solo han promovido el aislamiento. Hoy sentimos que la ciudad que conocimos empieza a desaparecer.


Lucila Carzoglio y Salvador Marinaro son cronistas y escritores argentinos. Viven desde hace 6 años en Shanghái. Editan la revista Chopsuey sobre China contemporánea.

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