Interviniendo el lenguaje, se interviene el pensamiento, se da forma a la cosmovisión que conviene al poder – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

La batalla de las ideas libra su primera escaramuza en la batalla de las palabras. Quienes imponen sus acuñaciones verbales acaban, tarde o temprano, infiltrándose en el ánimo social; pues una vez que consigues que la gente hable por boca de ganso, puedes someterla a posteriores y más definitivas claudicaciones. Se empieza aceptando las palabras del enemigo y se acaba entregando sin disputa la realidad que dichas palabras representan.

Lo pensaba el otro día, viendo el partido que enfrentó a los tenistas Djokovic y Alcaraz. Resultaba, en verdad, patético ver a todos los pijos, pijas y pijes de Madrid gritando como botarates: «¡Sí se puede!». El lema que Obama hizo propio y que, entre nosotros, popularizaran los mozos de Podemos, era coreado ridículamente por la derecha sociológica madrileña. En 1984, Orwell explica que el lenguaje resulta fundamental para controlar y definir el pensamiento social en función de los intereses del poder establecido, impidiendo el desarrollo de pensamientos disidentes. Para que cambien las almas, hay primeramente que penetrar en ellas, donde tienen su nido las «palabras de la tribu». E interviniendo el lenguaje, se interviene el pensamiento, se da forma a la cosmovisión que conviene al poder, se crean cepos conceptuales y automatismos mentales que incapacitan para cualquier forma de oposición.

Foucault llamaba «microfísica del poder» a esta forma de ingeniería social. A través de acuñaciones verbales se puede someter a una sociedad entera; pues el lenguaje es el manual de instrucciones con el que se reformatean las almas. La forma más eficaz de dominación de las conciencias es el lenguaje, cuyas acuñaciones -repetidas por doquier- llegan a convertirse en una cárcel que «construye» y homogeneiza las subjetividades. A esta capacidad del lenguaje para configurar las mentes la denominaba Foucault «poder pastoral», pues no es un poder coercitivo, sino amable, incluso festivo (como demostraba el pijerío tenístico), una potestad para «llevar y traer» los cuerpos y las almas; en palabras del propio Foucault, «todo un arte de conducir, dirigir, encauzar, guiar, llevar de la mano, manipular a los hombres, un arte de seguirlos y moverlos paso a paso, un arte cuya función es tomarlos a cargo colectiva e individualmente a lo largo de toda su vida y en cada momento de su existencia».

A este «poder pastoral» del lenguaje se refiere también uno de los personajes más malvados de 1984: «Al hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma».

Con el «poder pastoral» del lenguaje nace la política del rebaño, que otorga al pastor la potestad de proteger y garantizar la seguridad de las ovejas.

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