Por Juan Manuel de Prada
La publicación del ensayo ‘Nadie nace en un cuerpo equivocado’, de José Errasti y Marino López Álvarez, ha provocado reacciones rabiosas en el activismo trans, por atreverse a desenmascarar las falacias postuladas por la llamada ‘teoría queer’, según la cual nuestro cuerpo puede aprisionar un yo verdadero, una identidad ‘sentida’, cambiante y fluida que debe imponerse sobre la materialidad biológica.
Coincidiendo con la tesis expuesta en este ensayo, debemos sin embargo precisar que, oscuramente, el activismo trans tiene razón; pues, en efecto, todos nacemos en un cuerpo equivocado. Aldous Huxley lo afirma en ‘Los demonios de Loudun’: «En todo momento y lugar, el ser humano ha sentido la radical inadecuación de su existencia personal, la penuria de ser sólo su yo aislado y no algo más amplio, algo mucho más profundamente consustanciado». Y esta radical inadecuación se debe a que todo ser humano -no importa que sea creyente o no- siente un ansia irrefrenable de la existencia eterna y ‘transhumanada’ que le ha sido prometida, donde su pobre cuerpo mortal será transubstanciado en cuerpo glorioso.
Esta ansiedad existencial sólo puede expresarse sanamente cuando no cegamos nuestro horizonte sobrenatural; pero, apenas lo negamos, nuestra ansiedad se siente prisionera de una angosta existencia terrenal. Y entonces, para tener conciencia -siquiera confusa- de ser otro distinto, y no un yo aislado en un cuerpo perecedero que no sentimos como nuestro, los seres humanos nos entregamos a diversos paraísos artificiales que nos ofrezcan una «manifestación de la radical diversidad inmanente en el ser humano». Huxley cita el alcohol y las drogas, así como la «sexualidad elemental, divorciada del amor»; pero podríamos citar también la práctica desaforada del deporte, o el recurso a la cirugía estética.
Todos estos intentos penosos por autotrascender o salirnos de la casilla que la naturaleza nos ha adjudicado tienen un efecto degradante. La prometida liberación se convierte en esclavitud; y nos despeñamos, en penosa ruta descendente, en dirección a lo infrahumano. Huxley augura que nuestra época diseñará «técnicas para explotar la ansiedad de los hombres por la forma más peligrosa de autotrascendencia descendente» que alcanzarán un grado de perfección único en la historia. Esas técnicas las postula esta ‘teoría queer’, que promete a los seres humanos dejar de ser criaturas, para convertirse en creadores de sí mismos. De este modo, se suma sacrílegamente la propia identidad al carrusel del consumismo bulímico, explotando el anhelo más sublime del ser humano -‘transhumanarse’, allá en el Paraíso- y arrojando en vida a sus víctimas al infierno del sopicaldo penevulvar o menestra de géneros.
Contra la falsa ‘teoría queer’ sólo se alza la visión cristiana, tan escandalosa y subversiva hoy como hace dos mil años. El cuerpo en el que nos hallamos guarda una semilla de divinidad que está a punto de germinar. Somos crisálidas a punto de alumbrar un cuerpo glorioso.
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