Del ciudadano idealizado al consumidor sumiso. Parte II. El hombre solidario de la comuna medieval – Por Ricardo Vicente López

Por Ricardo Vicente López

Parte II – El perfil del hombre comunitario

La incursión histórica en la época revisada tiene por objetivo hacer conocer esa experiencia y, sobre todo, la del perfil humano de aquellos hombres tan diferentes del hombre de hoy, que he definido como “el consumidor sumiso”. En este juego de espejos entre dos épocas, podremos ir descubriendo el recorrido de la cultura, de sus usos, hábitos, modos de vivir, que pintan dos personajes que, en la continuidad de su proceso, muestran dos polos contrapuestos.

Digresión [[1]]: «Una investigación acerca del proceso mediante el cual se ha transformado el hombre solidario en el hombre egoísta y competitivo Nos separan apenas cinco siglos… Permítame una reflexión para poder ponernos en contexto: el cuadro dentro el cual el tiempo es largo o es corto debe tener en cuenta a qué procesos nos estamos refiriendo: si el período de referencia es el la duración de nuestras vidas, supongamos ochenta años de esperanza de vida actuales, diez años pueden ser mucho tiempo… si el proceso abarca el desarrollo evolutivo de las especies, entonces ese tiempo pueden ser sólo segundos… le propongo, amigo lector, abrir nuestra óptica cerebral, ampliar esos márgenes, de modo tal que puedan abarcar miles de años; de este modo las dimensiones temporales reorganizan sus referencias.

En este apartado deberemos pensar con parámetros de siglos. Nosotros conocemos por experiencia personal al ciudadano con el cual convivimos. Ahora, a partir de ese módulo enfrentémonos con quienes vivieron los últimos siglos de la Edad Media: del siglo X al XVI; son nada más que seis siglos. Este ejercicio yo lo aprendí de un gran Maestro Dr. José Luis Romero [[2]] (1909-1977) con quien cursé una materia introducida por él en el programa Historia Social General  de las carreras de Filosofía y Letras de la (UBA) en los comienzos de los sesenta. Él nos decía: «Cuanto más amplia es la mirada hacia el pasado más claro veremos el presente».

Habiendo cumplido con algunas aclaraciones, pasemos a leer el relato de los investigadores. Comencemos por la descripción de Pedro Kropotkin [[3]] (1842-1924) sobre la vida en las comunas medievales: nos ofrece una pintura de aquellas prácticas sociales. No debe perderse el acento que este investigador coloca en los aspectos solidarios de esta estructuración de la comuna aldeana. Leámoslo:

«El objeto principal de la ciudad medieval era asegurar la libertad, la administración propia y la paz; la base principal de la vida de la ciudad era el trabajo. Pero la producción no absorbía toda la atención del economista medieval. Con su espíritu práctico comprendía que era necesario garantizar el consumo para que la producción fuera posible; y por esto proveer a la necesidad común de alimento y habitación para pobres y ricos era el principio fundamental de la ciudad. Estaba terminantemente prohibido comprar productos alimenticios y otros artículos de primera necesidad antes de ser entregados al mercado, o a comprarlos en condiciones especialmente favorables, no accesibles a todos, en una palabra, especular. Todo debía ir primeramente al mercado y allí ser ofrecido para que todos pudieran comprar hasta que sonara la campana y se anunciara el cierre. Sólo entonces podía el comerciante minorista comprar los saldos restantes: pero aún en este caso su beneficio debía ser un beneficio honesto… En una palabra, si la ciudad sufría necesidad, la sufrían entonces, más o menos, todos; dentro de sus muros nadie podía morir de hambre».

Documentos de la época, en los que se apoya esta investigación, demuestran que en muchas ciudades se designaban funcionarios para la compra de lo que en ella no se producía, y se ofrecía por igual a todos los comuneros (los habitantes de las comunas) por las ventajas de un menor costo por cantidad. Del mismo modo, muchos gremios artesanales compraban sus materias primas para la comunidad y repartían las utilidades entre los artesanos por el logro que un mejor precio les proporcionaba. El espíritu del cristianismo se reflejaba en toda la actividad económica: el trabajo era considerado un deber moral hacia el prójimo, ya que cumplía una función social; la idea de justicia con respecto a la ciudad, y la de verdad con respecto al productor y al consumidor y sus intercambios, eran la regla de todas las relaciones sociales.

Reinaba un espíritu tal por el orgullo sobre el trabajo bien hecho por cualquier artesano, pero los defectos de fabricación avergonzaban a quien lo producía. Los defectos técnicos en las manufacturas afectaban el prestigio de toda la comuna, puesto que atentaban contra la confianza pública; por ello, como la producción era un compromiso social, quedaba bajo el control de la corporación del gremio la verificación de calidades, precios y modelos.

Es probable que el tono de este relato le parezca, amigo lector, un tanto paradisíaco; sin embargo, es necesario reparar en esta descripción que niega la imagen divulgada por la Ilustración respecto de la Edad Media. Es necesario dejar afirmado que una decisión política del liberalismo del siglo XIX contribuyó también a esa mala imagen. Nuestra educación así nos lo ha transmitido, por ello vale mucho el señalamiento de Jacques Le Goff (1924-2014) [[4]]:

«Aquellos que hablan de oscurantismo no han comprendido nada. Esa es una idea falsa, legado del Siglo de las Luces y de los románticos. La era moderna nació en el medioevo. El combate por la laicidad del siglo XIX contribuyó a legitimar la idea de que la Edad Media, profundamente religiosa, era oscurantista. La verdad es que la Edad Media fue una época de fe, apasionada por la búsqueda de la razón. A ella le debemos el Estado, la nación, la ciudad, la universidad, los derechos del individuo, la emancipación de la mujer, la conciencia, la organización de la guerra, el molino, la máquina, la brújula, la hora, el libro, el purgatorio, la confesión, el tenedor, las sábanas y hasta la Revolución Francesa».

IV.- Las normas de vida del hombre urbano

Un aspecto importante que nos ayuda para la comprensión de un modo de vida y un modelo de hombre, casi inhallable hoy, es poner la mira en el orden institucional que promovía y custodiaba las normas rectoras de aquel modelo de vida social. Es rescatable, desde la perspectiva que he propuesto, recuperar la existencia de formas orgánicas institucionales, de producción y distribución, así como de control, en las que se imponía el sentido de servicio, aunque no excluía la necesidad de producir beneficios. En la línea de lo que veníamos leyendo, Kropotkin continúa afirmando:

«Realmente, cuanto más estudiamos las ciudades medievales, tanto más nos convencemos de que nunca el trabajo ha sido tan bien pago y ha gozado del respeto general como en la época en que la vida en las ciudades libres se hallaba en su punto de máximo desarrollo. Más aún. No sólo muchas de las aspiraciones de nuestros socialistas  modernos habían sido ya realizadas en la Edad Media, sino que mucho de lo que ahora se considera utópico se aceptaba entonces como algo completamente natural».

Puede parecer ridículo, y hasta dar lugar a incredulidades, que alguien pretenda que el trabajo deba ser agradable y producir placer, que deba posibilitar la manifestación y realización de la persona humana. Sin embargo, al leer la ordenanza de una pequeña ciudad medieval, Kuttenberg, (hoy República Checa), debemos aceptar que el investigador ruso lleva mucha razón en lo que sostiene, cuando afirma que los que parecen sueños de un futuro imposible ya se realizaron en el pasado. Esta ordenanza nos recuerda la severidad del juicio de san Pablo, “quien no quiera trabajar que no coma”, por el peso del espíritu cristiano en esa época. Leamos la ordenanza:

«Cada uno debe hallar placer en su trabajo y nadie debe, pasando tiempo de holganza, apropiarse de lo que se ha producido con la aplicación y el trabajo ajeno, pues las leyes deben ser un escudo para la defensa de la aplicación y el trabajo».

Para reafirmar las distancias que separan el mundo medieval (desde el siglo X hasta el XVI) del mundo capitalista moderno (desde las formas primeras que éste adquirió a partir de los siglos XV y XVI) —un espacio de cuatro o cinco siglos entre ambos—, recurro a Richard H. Tawney [[5]] (1880-1962), cuando sostiene que:

«La más fundamental diferencia entre el pensamiento económico medieval y el moderno consiste, ciertamente, en que mientras éste alude normalmente a la conveniencia económica, como quiera se la interprete, en la justificación de cualquier acto particular, política o sistema de organización, parte aquél de la posición que supone la existencia de una autoridad moral a la que han de subordinarse las consideraciones de la conveniencia económica».

Dicha autoridad moral se hacía sentir como un clima de época, como un consenso espiritual que regía las conductas humanas. No quiere decir esto que no hubiera bribones, especuladores o estafadores; pero éstos eran una lacra, una patología social, así vista por toda la comunidad. Eran marginales al sistema de creencias y valores y a las prácticas sociales de aquel tiempo. Como expresión de ese modo de pensar y vivir a mediados del siglo XIII, se puede leer la afirmación de Tomás de Aquino [[6]]  (1225-1274) en su Summa Theologica:

«Según el orden instituido por la Divina Providencia los bienes han sido creados para abastecer las necesidades de todos los hombres. La división de los bienes y su apropiación en virtud de la ley humana no frustran este propósito. En consecuencia, aquellos bienes que el hombre posee en exceso, lo debe, por ley natural, a los pobres».

[1] «Acción y efecto de romper el hilo del discurso y de introducir en él cosas que no tengan aparente relación directa con el asunto principal»

[2] Doctorado en Historia por la Universidad Nacional de La Plata. Se dedicó luego a la historia medieval y desarrolló una larga investigación sobre los orígenes de la mentalidad burguesa. Enseñó en las universidades de La Plata y de la República (Montevideo). Desde 1958, lo hizo en la Universidad de Buenos Aires, donde fue rector interventor en 1955.

[3] El príncipe​ Piotr Kropotkin, fue geógrafo, zoólogo y naturalista ruso, aparte de teórico político y económico, escritor y pensador.

[4] Historiador medievalista y escritor francés especializado sobre todo en los siglos XII y XIII, que vinculó su carrera docente a la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales.

[5] Historiador inglés,​ crítico social,​ ético, socialista​ e importante propulsor de la educación de adultos.

[6] Teólogo, filósofo y jurista católico perteneciente a la Orden de Predicadores, es considerado el principal representante de la enseñanza escolástica​ y una de las mayores figuras de la teología sistemática.

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