Descuartízame con amor
Por Juan Manuel de Prada
El periodismo patrio, en su degradante descenso al abismo, ha hecho gustosa escala y regodeo en el truculento suceso protagonizado por el nieto de Curro Jiménez, a quien nos presentan como un ser adorable, muy unido a su abuelita y amigo de sus amigos al que, inopinadamente, se le cruzaron los cables y le dio por descuartizar en Tailandia a su amante o némesis.
En realidad, este deslizamiento moral de la prensa patria hacia la empatía merengosa y lacrimógena con un asesino ensañado es la estación final de un viaje hacia el fondo de la noche iniciado hace ya algún tiempo. Cuenta Castellani que, visitando el Museo de los Horrores de Núremberg, el dominico Renard le dijo: «La Edad Media ocultaba el crimen y ostentaba el castigo; y hacía ostentación del castigo para posible corrección del culpable y, en todo caso, para gloria de Dios y enseñanza del pueblo… La edad nuestra oculta el castigo y re-súper-publica el crimen; y el crimen, en volandas de la publicidad macabra, se convierte en una imagen obsesiva morbosamente atractiva para el pueblo y altamente ofensiva a Dios».
En efecto, nuestra época terminal ha dado en publicitar paroxísticamente las circunstancias de los crímenes más sórdidos y bestiales. Y así, esos crímenes se convierten en espectáculo grosero, en ruidosa farsa macabra, con sus puntillitas de intriga chabacana, con sus faralaes de especulaciones rocambolescas, con su cenefita de detalles aberrantes que un enjambre de sofistas y cantamañanas ‘analizan’ en programuchos infectos, babándose de gusto. Así se logra que el crimen se convierta en esa «imagen obsesiva morbosamente atractiva» a la que se refería Castellani.
Y si encima el criminal tiene tableta y melenita, como el nieto de Curro Jiménez, entonces se convierte en imagen que nos pone palotes, que nos alegra la pepitilla, porque para entonces nos han convertido ya en manojos de pulsiones, tan envilecidas que podemos incluso fantasear con las bondades de ese hombre tan apuesto (en realidad, un patético patovica, que diría un porteño; pero es que entretanto nuestros cánones estéticos se han envilecido también, como conviene a un pueblo convertido en piara).
Es, en verdad, muy revelador de la pudrición moral de nuestra época esta empatía limítrofe con la concupiscencia que el periodismo patrio está alimentando. Pero esa pudrición moral adquiere contornos más azufrosos cuando consideramos que ese mismo periodismo patrio calla ante otros casos de españoles que, por razones mucho más dudosas y nunca dilucidadas, son detenidos en países remotos (o no tanto) y mantenidos en prisión durante años sin juicio. Pero, claro, esos españoles borrosos no son tan adorables como un descuartizador cachas, que mientras sierra los miembros de su víctima saca bíceps, suda la tableta o se atusa la melenita chorreante de sangre. Eso nos pone palotes, eso nos alegra la pepitilla. Somos una piara, y la prensa patria nos brinda las algarrobas que merecemos.
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