El mal puede hacer creer a las masas cretinizadas que la pocilga donde viven es un paraíso – Por Juan Manuel de Prada


Las algarrobas de los puercos

Por Juan Manuel de Prada

A veces se me acercan gentes desoladas por el resultado de las elecciones recientes, como si el cambio político hubiese podido limpiar milagrosamente esta pocilga llamada España. Pero, para salir de la pocilga, no bastará un intercambio de cromos ideológicos dentro de las reglas establecidas por el Régimen del 78. Tendrá que ocurrir una directa intervención sobrenatural, seguramente precedida por grandes cataclismos históricos.

La historia humana se inicia cuando el hombre, confrontado con la naturaleza, logra discernir que todo poder debe ser necesariamente moral y que, por lo tanto, es necesario determinar lo que es bueno y lo que es malo. Este orden moral objetivo fue sostenido por los hombres de todas las épocas, y bajo las más diversas formas de civilización; aunque, desde luego, en unas civilizaciones fue mejor discernido que en otras (y en ninguna tan óptimamente como en la Cristiandad). Pero, más allá de estos diversos grados de discernimiento, lo que todas las civilizaciones convinieron es que nadie podía aportar invenciones a ese orden moral, del mismo modo que no se pueden aportar nuevos colores primarios.

Hasta esta época maldita, en la que los manipuladores, con la golosina del subjetivismo, nos hicieron creer que el orden moral podía ser subvertido y establecieron que las acciones humanas se guiasen por el deseo, por el capricho, por la más pura apetencia disfrazada de emotivismo. Desde ese momento, lo bueno se pudo rechazar y lo malo aceptar sin remordimiento. Y, además, las masas cretinizadas empezaron a contemplar a estos manipuladores como si fueran bienhechores, porque les habían aliviado la carga de la conciencia, que hasta entonces los oprimía. Así se creó la pocilga en la que ahora vivimos, una sociedad sin discernimiento moral, donde el mal puede actuar sin recato y orgullosamente; y reclamando, además, que sus fechorías sean aplaudidas. Cuando se ha moldeado a varias generaciones en esta inversión moral, el mal puede reconfigurar la realidad; y puede hacer creer a las masas cretinizadas que la pocilga donde viven es un paraíso (socialista o liberal, según lo determinen las elecciones).

Pero, como nos enseña Carlyle, «un hombre sin manos puede todavía hacer uso de los pies; pero tened presente que sin moralidad la inteligencia le sería imposible». En efecto, los hombres completamente inmorales nada pueden conocer en profundidad, nada pueden saber verdaderamente, por la sencilla razón de que han dejado la verdad abandonada y abatida. Así que su destino es vivir en una pocilga, donde podrán tal vez chapotear en el lodo y revolcarse en el estiércol; pero donde tarde o temprano tendrán que comerse las algarrobas de los puercos. Sólo entonces, cuando hayamos probado el castigo que nos merecemos, podremos abandonar la pocilga y volver a la casa del padre. Hasta entonces, podemos entretenernos gorrinamente con las sucesivas elecciones que el Régimen del 78 nos eche en el comedero.

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