La amnistía para amigos de la verdad – Por Juan Manuel de Prada

La amnistía para amigos de la verdad
Por Juan Manuel de Prada

El diputado Rufián, apoyado en el quicio de la mancebía parlamentaria, ha afirmado socarronamente que la aprobación de la ley de amnistía constituye una derrota del Régimen del 78. Pero lo cierto es que se trata de su natural corolario; o, si se prefiere, de su apoteosis inevitable. Mi admirado Ignacio Camacho señalaba ayer que la ley deroga en la práctica la Constitución, «retorciendo su letra y traicionando su espíritu». Pero la letra del bodriete constitucional es en todo momento muy taimadamente anfibológica, diseñada para admitir todo tipo de interpretaciones y amparar todo tipo de crímenes; así se lo explicó, muy didácticamente, uno de sus padrecitos más conspicuos, Gregorio Peces-Barba, a los panolis del catolicismo pompier, que pensaban que el artículo 15 protegía la vida gestante. Exactamente lo mismo ocurre con el artículo 62 del bodriete, que prohíbe los indultos generales (estableciendo que el derecho de gracia, que es potestad del poder ejecutivo, tiene que ser nominativo), pero en cambio no prohíbe ni limita ni condiciona las amnistías (que se conceden mediante ley, una facultad del poder legislativo). La Constitución no permite al Gobierno conceder «indultos generales»; pero las Cortes pueden evacuar todas las leyes de amnistía que deseen, siempre que una mayoría así lo determine, del mismo que antes han evacuado leyes que aprueban la «interrupción» de la vida gestante. Además, la «constitucionalidad» de esta ley de amnistía aprobada en el Parlamento será, en último término, dictaminada por el órgano de dependencia política denominado Tribunal Constitucional, creado por el bodriete de nuestras entretelas con la intención de ratificar los designios del poder político de turno.

Así que el respeto de esta ley de amnistía a la letra del bodriete es plena, aunque sea un respeto avieso; pues pretender retorcer la letra del bodriete constitucional es una misión tan innecesaria como pretender retorcer las columnas de un retablo churrigueresco. Tampoco creemos que esta ley de amnistía traicione el espíritu del bodriete, que es por naturaleza nihilista y amoral y abre las puertas de par en par al puro voluntarismo, en su afán por alcanzar el «consenso político».

Para ello, el Régimen del 78 admitió en su seno las ideas disolventes de la comunidad política y a las organizaciones que las defendían, incluso a quienes habían repartido plomo y amonal a diestro y siniestro. De manera que conceder la amnistía a quienes trataron de aplicar hasta sus últimas (o siquiera penúltimas) consecuencias su designio de disolución de la comunidad política es pura concesión paternalista para el perverso «consenso político» imperante.

El bodriete constitucional, por lo demás, establece que España es un «Estado de derecho». Lo cual no significa que en España rija el clásico «imperio de la ley»; y mucho menos que el poder político esté sometido a un sistema de leyes. El «Estado de derecho» consagra la capacidad demiúrgica del poder político para crear leyes a su conveniencia (leyes que respalden la ideología reinante en cada coyuntura, leyes que beneficien los propósitos más sórdidos y utilitarios del gobernante de turno). El «Estado de derecho» proclamado por el bodriete de nuestras entretelas consagra, en fin, la ilimitación jurídica del poder político, que para imponer sus designios se convierte en una fábrica de leyes cambiantes y a menudo incongruentes que no cumplen otra función sino asegurar que quien detenta el poder puede imponer sus designios, según su capricho o conveniencia, según su ávida e inmoderada pulsión de dominio. El «Estado de derecho» convierte al gobernante de turno en creador caprichoso de justicia, sin consideración alguna de la verdad de las cosas. Así se cuaja ese barrizal positivista tan divino en el que chapoteamos como gorrinos, donde las leyes dejan de ser determinación de la justicia, para someterse al arbitrio del poderoso de turno, que las utiliza para imponer su voluntad. Este uso arbitrario del Derecho es un pilar fundamental del régimen político fundado por el bodriete de nuestras entretelas, el alma misma del «consenso político», que a la postre convierte las leyes –según la célebre expresión de Kelsen– en una monstruosa ‘Gorgona del poder’ que nos petrifica de horror.

Añádase a lo anteriormente expuesto que la Constitución del 78 convierte la figura del monarca en una suerte de dontancredo o vistoso florero que ni pincha ni corta, sino que se limita a santificar con su firma de autómata todo ese barrizal positivista exigido por el «consenso político». De este modo, el bodriete de nuestras entretelas, a la vez que consagra la república coronada, extiende a modo de gas mefítico la desafección hacia los reyes entre el pueblo, hasta que llega el momento idóneo para enterrarlos en el mar.

El Régimen del 78, en fin, abraza aquella consigna maligna de Trotsky que establecía que «el juicio moral está condicionado por el juicio político y por las necesidades internas de la lucha por el poder». Para el Régimen del 78, lo que resulta «políticamente útil» se convierte en moralmente admisible y, por lo tanto, digno de ser amparado por el «Estado de derecho» (es decir, por el barrizal positivista). Comprendo que reconocer la cruda verdad sobre el Régimen imperante y su bodriete fundacional resulta tan desmoralizante como descubrir que los Reyes Magos son los padres. Pero, como dijo el Estagirita: «Amicus Plato, sed magis amica veritas».

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