Resucitar
Por Juan Manuel de Prada
En un mundo que se cree post-religioso, la idea de la resurrección se despacha con condescendencia como una fábula poética o ensoñación rocambolesca. Pero lo cierto es que se trata de una obsesión que nos acompaña durante toda nuestra vida terrenal, como si hubiera una ‘memoria de la especie’ reprimida en las cámaras más recónditas de nuestra conciencia que nos recuerda que hemos sido creados para ‘superar’ el cuerpo que habitamos; una obsesión que a veces aflora de forma morbosa o traumática, bajo las expresiones más insospechadas.
Todas nuestras incomodidades o repulsiones hacia el cuerpo que habitamos –desde la incapacidad para aceptar la calvicie o las arrugas hasta el deseo de cambiar de sexo– son, a la postre, expresión patética de una insatisfacción muy profunda. Constatamos que nuestro cuerpo, tan defectuoso y condenado a la decrepitud, no se corresponde con nuestros anhelos de una vida más plena que desborde nuestro propio cuerpo, anulando sus imperfecciones, pero sin abandonarlo del todo. Quisiéramos vivir en una versión mejorada de nuestro propio cuerpo que no se marchite, que no se degrade, que no nos repugne con su lastre o su carencia de apéndices. Así que nos metemos patéticamente en un quirófano, para que nos estiren las arrugas o nos implanten cabellos, para que nos rebanen o añadan tal o cual apéndice o excrecencia; pero todo son pataletas fruto de la impaciencia. Pues, para colmar nuestro anhelo de una vida más plena dentro de un cuerpo que sea una versión mejorada del nuestro, no hay que entrar en el quirófano, sino en la tumba.
Esta impaciencia que nos impulsa a acudir al quirófano –en lugar de esperar tranquilamente la tumba, que nunca falla– es fruto de una distorsión cognitiva. Al negar la vida de ultratumba, hacemos como el agorafóbico que se niega a salir de casa, llegando a creer que el angosto cuchitril que habita es el mundo. Pero, inevitablemente, el agorafóbico siente nostalgia del mundo exterior que repudia; así que se pone a criar un periquito o a regar un geranio (en lugar de salir al monte y embriagarse con el olor de la jara y el cántico de los ruiseñores). Del mismo modo, nos ponemos pelo, nos quitamos arrugas, nos ponemos o quitamos tetas porque necesitamos traer al angosto cuchitril de nuestra vida mortal pálidos y grotescos remedos de la vida de ultratumba que negamos, donde no rigen las asechanzas de la edad y nuestro cuerpo estará inundado de luz.
¿Y cómo es esa vida de ultratumba? Pues una vida poseída por la divinidad en todas y cada una de sus células, que quedan así transmutadas sin necesidad de manipulaciones genéticas, mucho menos de bisturíes o inyecciones de bótox. San Pablo llama a esta nueva forma de existencia ‘cuerpo glorioso’ y la compara con la vida que se inaugura para la semilla, después de germinar bajo tierra: “Se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual”. Así que, según esta descripción, en esa vida de ultratumba nuestro cuerpo sería incorruptible, fuerte y glorioso, en contraste con este cuerpo caduco, débil y deplorablemente dominado por las flaquezas de la carne que nos acompaña en nuestra vida mortal. San Agustín, glosando a San Pablo, se atreve a ofrecer algún detalle todavía más minucioso y deslumbrante: “Todo defecto será corregido, todo lo que falta respecto a la medida adecuada será completado y será suprimido todo lo que esté en demasía” (La Ciudad de Dios, XXII, 19). Se trataría, pues, de una vida en plenitud, sin exceso ni defecto, en la que yo perdería mi barriga y el calvo recobraría su pelo. O donde tal vez todos tengamos barriga y todos seamos calvos; pues, liberados de la tiranía de los cánones estéticos imperantes, tal vez en la vida de ultratumba consideremos un penoso ‘defecto’ carecer de barriga, y un ‘exceso’ horrendo lucir cabello. O, simplemente, no se sabrá a ciencia cierta si tenemos barriga o estamos calvos porque seremos todos resplandecientes de una luz que no se apaga nunca y absortos en cosas mucho más importantes que la barriga o la calvicie.
Naturalmente, podemos pensar que todo esto es una quimera, como el agorafóbico piensa que lo son el mar y las montañas que no caben en su cuchitril. Y podemos quitarnos arrugas, o ponernos cabellos, o quitarnos o ponernos tetas, pensando quiméricamente que así escaparemos de la cárcel de nuestro cuerpo caduco e insatisfactorio. Cada uno se consuela como puede; pero, desde luego, hay consuelos sublimes y consuelos grimosos. Feliz Pascua florida a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan.
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