Por Juan Manuel de Prada
Siempre los clásicos nos enseñan más sobre los tiempos presentes que los banales noticiarios. La visita del Emérito me pilla releyendo ‘El rey Lear’, la oscura y atroz tragedia shakespeariana. El anciano Lear es un hombre lleno de lacras y debilidades que tendemos a juzgar benignamente como efectos de las muchas vejaciones que padece; pero la compasión que nos provoca el personaje no debe hacernos olvidar que es un hombre débil, «plegado a las lisonjas», que pordiosea el amor, incapaz de sostenerse dignamente a sí mismo, demandando quejoso y abyecto lo que antes no ha sabido retener por falta de autoridad, víctima de la traición y el crimen ajenos después de haber sido víctima de la lenidad y la ansiedad propias.
«No conservaré más que el título y los honores de un monarca -proclama, insensatamente-: el mando, rentas y ejercicio del poder, queridos hijos, vuestros son».
Pero su debilidad será recompensada con la ingratitud filial, ese «demonio con el corazón de mármol». Lear probará que «tener un hijo ingrato duele más que un colmillo de serpiente»; y así, «tan cargado de penas como de años», convertido en el hazmerreír de los hombres que antaño lo temían, su vida se vuelve padecimiento y tortura, hasta llegar incluso a disparatar como un loco y a dudar sobre su propia identidad («¿Quién me puede decir quién soy?»). Su mayor locura, sin embargo, son las decisiones que adopta al comienzo de la tragedia, cuando entrega su reino, cuando renuncia al cariño de su hija Cordelia, cuando se deshace de sus colaboradores más fieles. A las ineptitudes de Lear como monarca se sucede, inevitablemente, la degradación de su corte: «Cien caballeros y pajes os sirven, y son tan disolutos, tan osados y broncos, que nuestra corte parece una posada ruidosa -le advierte Regan-. La gula y la lujuria hacen de este palacio una taberna o burdel».
Es inevitable que así sea: pues cuando un rey se entrega a la lenidad y a los halagos, sus vasallos acaban chapoteando en los vicios más groseros. Y, una vez que han chapoteado en esos vicios, esos vasallos envilecidos necesitan envilecer cruelmente a quien antes no supo enaltecerse, enalteciéndolos. Por supuesto, cuando Lear pierda la dignidad, cuando se convierta en un proscrito sin hogar, todas las falsas lealtades que antaño le profesaban se derrumbarán; y, con las lealtades, los vínculos que sostenían la propia comunidad política, como explica Gloucester: «El amor se enfría, la amistad se derrumba, los hermanos se separan; hay alborotos en las ciudades; discordia en los campos; traición en los palacios; y el vínculo de padre e hijo queda roto». En medio de este desorden político sólo ascienden los personajes más turbios, viles y ambiciosos, que pueden campar a sus anchas. Y a Lear no le resta sino acatar la maldición que le dirige el Bufón: «Vas a ser un cero pelado por entregar la vara y bajarte el calzón. Yo soy un bufón, tú nada. No debías haberte hecho viejo hasta haber sido sensato».
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