Un execrable latrocinio
Por Juan Manuel de Prada
A la ministra Teresa Ribera (ese cráneo privilegiado que descubrió al mundo que si uno se refugia a la sombra pasa menos calor que si se expone al sol) le preocupa que el juez García-Castellón tenga «querencia» a pronunciarse en «momentos políticos sensibles». A la Justicia, en las alegorías, la pintan con una venda en los ojos para significar, precisamente, que debe actuar sin consideración de las circunstancias ambientales y sin ceder a presiones externas de ningún tipo. Pero la ministra Ribera quiere jueces que se quiten la venda de los ojos y atiendan la «sensibilidad» del «momento político»; o sea, que se acomoden a los designios gubernativos.
Aunque no lo sepa, la ministra Ribera no hace sino apuntarse a la tesis de Maquiavelo, para quien la Justicia debe servir a los intereses del soberano, que es el único capacitado para determinar lo justo y lo injusto, según su conveniencia. Como ya hemos señalado en alguna ocasión anterior, el doctor Sánchez es un ejemplo acabado de lo que Platón llamaba el «tirano de las leyes», que es el gobernante que «esclaviza las leyes» y somete la ciudad «a los intereses de una facción». Para llevar a cabo sus designios, el tirano de las leyes necesita jueces dóciles que sepan allanarse en los «momentos políticos sensibles»; sólo de esta manera puede consumar su vocación totalitaria. El tirano de las leyes necesita jueces lacayos y zascandiles siempre dispuestos a torcer y contorsionar el Derecho, siempre dispuestos a envolver con un perifollo de apariencia jurídica su conscupiscencia de poder, siempre dispuestos a defender los cambalaches jurídicos más infames, siempre dispuestos –en fin– a halagar los intereses del tirano. Y cuando aparece un juez como este García-Castellón se le atribuyen «querencias» inoportunas y nefandas.
Sostenía Pemán que la doctrina de la separación de poderes no tenía más enjundia que el arbitrio expeditivo de un guardia urbano que «separa» a unos marineros que se están zurrando a la puerta de una mancebía. El problema empieza cuando uno de esos marineros, en lugar de conformarse con volver a su casa con el rabo entre las piernas, decide convertir el mundo entero en una mancebía, para disfrutar de la farra que el guardia urbano le ha impedido, que es lo que hace siempre el «tirano de las leyes». Así la ley, desligada de la Justicia, se convierte en una formidable máquina de iniquidad, cuyos engranajes este ‘inoportuno’ juez García-Castellón se obstina en mostrar ante el mundo.
«Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los gobiernos, sino execrables latrocinios?», se preguntaba San Agustín. Y el añorado Ratzinger, comentando este pasaje agustiniano, añadía que «el elemento constitutivo de las organizaciones criminales se identifica, por esencia, con criterios de juicio exclusivamente pragmáticos». Es una suerte que aún quede por ahí algún juez con «querencias» inoportunas que nos recuerde que estamos a merced de un execrable latrocinio.
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