Los valores de vida están constituidos por los valores tradicionales de la sana razón y por los de la Revelación, tales como se conservan en el magisterio de la Cátedra romana. Pero son valores concretos que se encarnan en familias, instituciones y pueblos que produjeron gestas heroicas de santidad y civilidad. Los falsos ingredientes de muerte han acompañado a esos valores de vida y, por contraste, les han dado brillo especial. Pero llega un momento en la historia de la Cristiandad en que esos falsos ingredientes logran formar un cuerpo que amenaza con devorar la misma sustancia cristiana. Así los grandes movimientos modernos que han alterado la Cristiandad – la Reforma, la Revolución francesa y la Revolución rusa – traían implicaciones religiosas, culturales, políticas y económicas que han puesto en peligro la muerte, si no a la Iglesia, a la misma Cristiandad. Una de estas implicaciones, que actúa como ingrediente de muerte, es el capitalismo moderno o liberal, frente al cual los tradicionalistas deben tomar posición clara si quieren mantenerse en la autentica Tradición.
-Julio Meinvielle. “Bases del nacionalismo”, en Tiempo Político, Año I, n.4 (28/10/1970)
Extractos del libro “Concepción católica de la Economía”
Por Julio Meinvielle
El mundo vive hoy bajo el signo de la inquietud económica, Porque se ha Perdido el sentido de la economía. Se conocen una infinidad de fenómenos económicos, llamados producción, tierra, capital, trabajo, finanzas, consumo; se registran pretendidas leyes económicas; se construyen teorías y se crean escuelas económicas; pero no se posee el sentido de la economía, porque se ha perdido el de la vida humana. El mundo moderno – llamo mundo moderno al engendrado por la acción antitradicional de la Reforma Protestante, perpetuado en el liberalismo del siglo XIX y dispuesto ahora a sepultarse en la anarquía bolchevista –, el mundo moderno, digo, no sabe ni puede saber qué es la vida, porque se ha privado del acto propio de la inteligencia, que es “juzgar”. En el “juicio”, la inteligencia conoce el valor real (ontológico) de las cosas. Es un acto esencialmente teleológico. Frente a un ser, no tanto quiere conocer su funcionamiento, su mecanismo, su realidad fenoménica, como su esencia determinada por su finalidad: “¿Para qué es tal ser?”, y conocida su finalidad, ajustar a ella su funcionamiento.
La economía católica
La economía, en cambio, la única economía posible, está fundada sobre la virtud que Santo Tomás llama liberalidad, la cual nos enseña el buen uso de los bienes de este mundo concedidos para nuestra sustentación (II-II, q.117). ¿Acaso las riquezas artificiales y naturales deben ser producidas y acumuladas porque sí? Sin duda que no. Son cosas destinadas al provecho del hombre, para su uso; digamos la palabra: “para el consumo”. Resultan bienes y no simplemente cosas en la medida que aprovechan o pueden aprovechar al hombre. Luego, todo el proceso económico, por la exigencia de la misma economía, debe estar orientado hacia el
consumo. De aquí una doble falla antieconómica en el capitalismo, cualquiera sea su especie, porque se consume para producir y se produce para lucrar. La finanza regula la producción, y la producción regula el consumo.
Y los bienes, ¿para qué se consumen?, a sea, el proceso económico total, ¿a dónde se orienta? A satisfacer las necesidades de la vida corporal del hombre. Y como ésta no tiene un fin en sí, sino que su integridad es requerida para asegurar la vida espiritual del hombre, que culmina en el acto de amor a Dios, toda la economía debe estar al servicio del hombre para que éste se ponga al servicio de Dios.
“Santo Tomás enseña que para llevar una vida moral, para desarrollarse en la vida de las virtudes, el hombre tiene necesidad de un mínimun de bienestar y de seguridad material. Esta enseñanza significa, -dice Maritain- que la miseria es socialmente, como lo han visto claramente León Bloy y Péguy, una especie de infierno; significa asimismo que las condiciones sociales que coloca a la mayor parte de los hombres en la ocasión próxima de pecar, exigiendo una especie de heroísmo de los que quieren practicar la ley
de Dios, son condiciones que en estricta justicia deben ser denunciadas sin descanso y que debe esforzarse uno por cambiar” (Religion et Culture).
Santo Tomás ha expuesto en la “Summa contra Gentiles” el lugar de la economía en una jerarquía de valores. “Si se consideran bien las cosas, dice, todas las operaciones del hombre están ordenadas al acto de la divina contemplación como a su propio fin. Pues, ¿para qué son los trabajos serviles y el comercio, si no para que el cuerpo, estando provisto de las cosas necesarias a la vida, esté en el estado requerido para la contemplación? ¿Para qué las virtudes morales y la prudencia, sino para procurar la paz interior y la calma de las pasiones de que tiene necesidad la contemplación? ¿Para qué el gobierno civil, sino para asegurar la
paz exterior necesaria a la, contemplación? De donde, si se considera bien, todas las funciones de la vida humana parecen estar al servicio de los que contemplan la verdad” (L. IV, cap. 37). Mientras no se admita esta jerarquía de valores, no se habrá superado el capitalismo, porque o se sirve a Dios o se sirve a Mammon, el dios de las riquezas.
La economía, una ética
De lo expuesto resulta que la economía es una ética (contra la concepción mecánica de Descartes) que tiene por objeto específico la procuración de los bienes materiales útiles al hombre; digo bienes, esto es: que respondan a las exigencias de la naturaleza humana, no a sus caprichos o concupiscencias. De ahí que todas aquellas cosas que sobran, una vez satisfechas las necesidades del propio estado, son superfluas y no resultan bienes si se mantienen acumulados o se usan para satisfacer la sed de placeres. Hay obligación grave, según determinaremos en la próxima lección, de participar de su uso a todos los miembros de la comunidad social, para que resulten bienes útiles al hombre, esto es: bienes materiales humanos, que sólo deben utilizarlo en cuanto conduzcan a la plenitud racional y a la destinación sobrenatural del hombre. Debemos servirnos de la riqueza como hijos de Dios que nos llamamos y somos.
Luego la economía es una parte de la prudencia, como enseña Santo Tomás (II-II, q. 51, a. 3), que tiene por objeto el recto orden de las acciones humanas encaminadas a procurar la sustentación propia o de la familia o de la sociedad.
Y como en la ley de gracia en que vivimos no puede haber virtud perfecta – según enseña el Angélico – sino por la ordenación de todo a “Dios amado por encima de todas las cosas”, es necesario que la prudencia, y con ello la economía, se subordinen perfectamente a la caridad, que es la más excelente de las virtudes, y sin la cual no puede haber verdadera virtud.
De lo dicho resulta que “las leyes económicas no son leyes puramente físicas como las de la mecánica o de la química, sino leyes de la acción, humana, que implican valores morales. La justicia, la liberalidad, el recto amor del prójimo forman parte esencial de la realidad económica. La opresión de los pobres y la riqueza tomada como un fin en sí no están solamente prohibidas por la moral individual, sino que son cosas económicamente malas, que van contra el fin mismo de la economía, porque este fin es un fin
humano” (Maritain, Religion et Culture, pág. 46).
De aquí la justificación de los elementos y valores económicos haya que buscarla en las exigencias de la acción humana, y, que sea su moralidad, su moralidad intrínseca, la condición de sus efectos benéficos para el hombre.
Trascendencia de la economía católica
No sé si habrá quedado expuesta con claridad la oposición fundamental de la economía (porque sólo puede llamarse simplemente economía la verdaderamente humana) y la Economía moderna o Capitalismo. Una está fundada sobre un pecado, y la otra descansa sobre una virtud. La una, como todo pecado, bajo maravillosos disfraces, esclaviza al hombre, porque el que comete el pecado es esclavo del pecado, según dice el Apóstol. La otra, humildemente, sin ostentación, le liberta, porque la verdad nos hace libres, según enseñaba Cristo.
Si la economía moderna nace del pecado, es esencialmente perversa y nefasta. Podrá haber en ella muchos elementos materiales buenos, pero la conformación de los mismos es intrínsicamente satánica. De aquí que la doctrina económica de la Iglesia, nacida de una virtud, es una doctrina que está infinitamente por encima de todas las otras doctrinas económicas, llámense socialistas o liberales. No se la puede ni se la debe parangonar con ellas. No está en el centro de ellas. Como la cima de un elevado monte, recoge, transcendiendo, todos los puntos de verdad contenidos en las distintas escuelas económicas; porque, como no existe el mal o error absoluto, así toda escuela, por desvariada que sea, tiene en su seno muchas verdades adulteradas. El liberalismo, por ejemplo, insiste en el carácter individual de la posesión de los bienes terrenos; el socialismo en carácter social; y el fascismo quiere equilibrar a ambos. Pero sólo la Iglesia, que se apoya en la eternidad del cielo, puede obtener verdadero equilibrio del hombre y de la riqueza, porque incorporada a Cristo, y por Cristo unida a Dios, puede someter la riqueza al hombre y el hombre a Dios. El hombre está colocado en un medio, entre las riquezas y Dios. Jamás puede gobernar.
Por esto, si no quiere venir a Dios, si rehúsa aceptar el gobierno de Dios, tendrá que caer bajo el gobierno de las riquezas. O Dios o Mammon. No se puede servir a dos señores. Pero tiene que servir: si rehúsa el gobierno paternal de Dios, caerá bajo la esclavitud del becerro de oro. Sólo hay dos economías verdaderamente opuestas: la cristiana, que usa de las riquezas para subir a
Dios, y la moderna o capitalista (sea liberal o marxista), que abandona a Dios para esclavizarse en la riqueza.
Parece que la misericordia divina, apiadada de la espantosa suerte del hombre, que ha perdido el paraíso sobrenatural y vive en un infierno terrestre, quiere en esta hora libertarnos de la opresión capitalista. Este es el sentido de la crisis profunda que pesa sobre el mundo. Pero hay dos caminos para que la liberación se realice. Porque, si entendiendo el hombre el plan de Dios que quiere libertarnos de la opresión burguesa, de la esclavitud del oro, se presta a los deseos divinos y, con espíritu de penitencia, renuncia a lo superfluo y para expiar su perversa codicia aún se priva de lo necesario, el Señor, que perdonó a Nínive, devolverá al hombre el sentido de la economía y, con ella, el sentido de la Vida. La liberación se habrá entonces realizado en la paz del Señor.
Si en cambio no entiende el plan de Dios, o hace como si no lo entendiese, el Señor le libertará, es cierto, pero después de purificarle en una espantosa catástrofe de terror y de anarquía.
El préstamo a interés
Antes de exponer la concepción que del dinero se ha forjado el Capitalismo, y los recursos de que ha echado mano para asegurar de modo infalible la productividad del mismo, veamos por qué tanto la ley mosaica como la legislación cristiana han prohibido la usura o interés que se cobra por el dinero prestado. No hablo del interés exagerado, un 30 por ciento p. ej., a la que se llama hoy usura, y que vendría a ser el abuso de la usura, sino de cualquier interés aunque sea de un 1/2 por ciento, y que es lo que se conoció siempre con el nombre de usura.
La Iglesia condenó siempre la usura como injusta y nefasta. No citemos más que algunos documentos. En el año 1139, el Concilio Lateranense lº, en el canon 13, dice: “Condenamos la rapacidad insaciable de los prestamistas, la detestable e ignominiosa usura condonadas en las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento como contraria a las leyes divinas y humanas” (ver nota 3 al final del libro).
Clemente V (Siglo XIV), en la Constitución Ex gravi ad nos enseña: “Sí alguien cayere en el error de atreverse a afirmar con pertinacia que no es pecado exigir usura., declaramos que debe ser castigado como hereje”. Pero el documento cumbre en la materia es la encíclica, Vix pervenit, de Benedicto XIV, precisamente en el año 1745, cuando iba a emprender raudo vuelo el Capitalismo; encíclica que iba dirigida contra los errores calvinistas que autorizaban la usura.
El Santo Padre declara: “El género de pecado que se llama usura y que tiene su lugar y su asiento propio en el contrato de préstamo, consiste en que el que presta exige en virtud del préstamo, de cuya naturaleza es devolver solamente lo que se ha recibido, se le devuelva más de lo que ha dado, y pretende, en consecuencia, que en razón del préstamo le es debido cierto lucro encima del capital. Por tanto, es ilícito y usurario todo beneficio excedente del capital prestado.
“Y no se pretenda – prosigue – que para lavar esta mancha de pecado puede pretextarse que la ganancia no es excesiva ni gravosa, sino moderada, que no es grande sino exigua, ni que la persona a quien se pide ese provecho a causa, únicamente, del préstamo, no sea pobre sino rica, ni que se proponga emplear la suma prestada de la manera más útil para aumentar su fortuna, ya sea adquiriendo nuevas propiedades, ya sea dedicándose a un negocio lucrativo, en la intención, siempre, de no dejarla reposar. En efecto, es convicto de obrar contra la ley del préstamo, que consiste necesariamente en la igualdad de la suma entregada y de la suma devuelta, aquel que, establecido ese equilibrio, se atreve a exigir algo más en virtud del préstamo a la persona de quien ya ha recibido satisfacción con la igualdad de su reembolso. Es por eso que está obligado a restituir en de todo lo que por encima del capital haya percibido, según esa obligación de la justicia llamada conmutativa, que consiste en conservar exactamente en los contratos humanos la igualdad propia a cada uno de ellos, y en repararla cuando no ha sido respetada.
“Con esto no se entiende negar de ningún modo que en el contrato de préstamo puedan hallarse a veces otros títulos, como les llaman, que no sean en nada intrínsecos a la naturaleza del préstamo, ni congéneres, en virtud de los cuales surge una causa enteramente justa y legítima para exigir algo por encima del capital debido en razón del préstamo.
“Tampoco se niega que, mediante contratos de valor muy diferente del préstamo, cualquiera tenga frecuentes ocasiones de colocar y de emplear su dinero rectamente, ya sea dedicándose a un comercio lucrativo y a operaciones de negocio, con el fin de alcanzar beneficios irreprochables.
“Pero, así como en esas numerosas especies de contratos, si la igualdad propia a cada uno de ellos no es observada, todo lo percibido más allá de lo justo, aunque no por usura, supuesto que aquí no se trata de préstamo usurario patente o encubierto, sino por una verdadera injusticia de otra naturaleza, debe ser, evidentemente, restituido; así también es cierto que si todo se lleva a cabo como conviene y como la balanza de ‘a justicia lo exige, no hay duda que en esos contratos se contiene un modo multiforme y un motivo muy lícito de continuar y de extender el comercio y todos los negocios lucrativos, tal como se practican entre los hombres, para mayor bien público. No permita Dios que haya almas cristianas convencidas de que el comercio pueda florecer y prosperar por medio de la usura y de otras iniquidades semejantes. Al contrario, nos enseña un oráculo divino que la “justicia eleva a las naciones, y que el pecado hace a los pueblos miserables”.
“Mas es preciso advertir que sería cosa vana y deplorable temeridad persuadirse de que cualquiera que tiene a su favor algunos títulos legítimos junto al mismo contrato de préstamo, o bien, sin ese contrato, otras especies de contratos perfectamente justos, puede, valiéndose de esos títulos o de esos contratos, cuando ha librado a otro su dinero, sus cereales u otra mercancía semejante sacar un interés moderado por encima del capital que vuelve a él sano y entero. Si alguien pensara de ese modo, no sólo estaría en desacuerdo con las enseñanzas divinas y las prescripciones de la Iglesia católica respecto de la usura, más iría también contra el sentido común de !os hombres y la razón natural”. Hasta aquí la encíclica de Benedicto XIV.
Este documento expresa claramente la doctrina de la Iglesia en el preciso momento en que va a dejar de influir en las relaciones económicas de los hombres.
El régimen económico moderno, inspirándose en el espíritu anticatólico de la Reforma Protestante, sobre todo de Calvino, y de los puritanos, no sólo autoriza sino que glorifica la usura haciendo de ella, del préstamo a interés, el sistema vascular de la vida económica. El Capitalismo surge grandioso. El progreso industrial más formidable se realiza sobre el haz de la tierra como efecto del préstamo a interés hecho institución permanente. Y en esta economía, el dinero resulta fértil, productivo, con cría.
Ante esta nueva realidad que los hechos plantean, la Iglesia guarda (no niega) su doctrina sempiterna y permite que sus hijos (Canon 1543 del Derecho Canónico) perciban el interés legal en los préstamos del dinero o cosas fungibles. No porque haya olvidado o variado su doctrina, sino que, atendiendo a hechos nuevos, cuya modificación no está en sus manos por el momento, permito que sus hijos se aprovechen de la productividad del dinero, de hecho universal.
Al agitar esta cuestión, prescíndese aquí de la licitud en conciencia para los que actualmente viven en el régimen económico moderno, y se pregunta: ¿Es en sí, justo y beneficioso un sistema de economía fundado en el préstamo a interés?
¿Un sistema tal, aunque adquiera un desenvolvimiento grandioso, no resultará nefasto, ya que no puede servir al bienestar humano de la colectividad? ¿La grandiosidad de tal sistema, no será necesariamente en beneficio de unos a expensas del cuerpo social?
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