Por José Javier Esparza
El partido más votado en la segunda vuelta de las elecciones legislativas francesas ha sido, de largo, el Rassemblement National de Marine Le Pen y Jordan Bardella: 8,7 millones de votos. Si se le suman los 1,3 millones de los republicanos de Ciotti, alevosamente etiquetados por el servicio electoral del Gobierno como «unión de la extrema derecha» (tal cual, para no andarse con matices) y favorables a apoyar las listas del RN, la cifra global asciende a más de 10 millones de votos. Aquí no se cuentan los escaños ya decididos en la primera vuelta. Ahora bien, viendo la tabla oficial de los resultados de la segunda vuelta, uno constata que los 8,7 millones de votos del RN se han traducido en sólo 88 escaños, mientras que los 7 millones de la ultraizquierda han reportado 146 escaños. Del mismo modo, los 6,3 millones del grupo de Macron se han traducido en 148 escaños. Al final, incorporando los escaños ya decididos en la primera ronda, la Asamblea francesa queda con una mayoría de extrema izquierda (el Nuevo Frente Popular de Melenchon) con 178 escaños, un segundo grupo macronista con 150 escaños, en tercer lugar el RN de Le Pen con 143 escaños y en cuarto lugar Los Republicanos (el centro-derecha) con 39, más otros grupos menores. O sea que el partido más votado queda en tercer lugar en términos de representación. Es evidente la distorsión del voto cuando se traduce en escaños.
Como todo el mundo sabe —o debería saber a estas alturas—, esa distorsión se debe al modelo hipermayoritario del sistema electoral francés, que otorga sólo un escaño por circunscripción y permite que dos o más candidatos perdedores en la primera vuelta concentren el voto para imponerse en la segunda. Eso es exactamente lo que ha pasado y no ha sido especialmente sorprendente, porque muchos observadores (por ejemplo, Santiago Muzio en El Gato al Agua) habían advertido ya sobre el fenómeno. Cuando uno mira los números en detalle, constata que en realidad estas elecciones se han ventilado por unas pocas decenas de miles de votos —así de ajustado ha sido el resultado en numerosas circunscripciones—, y que una variación en esas cifras —un centenar más o un centenar menos en tal o cual circunscripción— habría arrojado un parlamento enteramente distinto. En todo caso, y a modo de balance provisional, lo que se puede concluir es esto:
1. Macron convocó elecciones legislativas para enfriar la victoria del RN en las elecciones europeas. No la ha enfriado del todo, porque lo que ha conseguido es encender la frustración de una Francia mayoritaria que, ganando, pierde.
2. Macron convocó estas legislativas para afianzarse, pero ha conseguido exactamente lo contrario: lo primero que hizo Melenchon en cuanto se vio «ganador» no fue atacar a Le Pen, sino pedir a Macron que «se incline» (sic) y encargue formar gobierno al Nuevo Frente Popular.
3. Este poderío de la extrema izquierda es probablemente el efecto menos previsto por Macron: sin duda el presidente contaba con que, en la segunda vuelta, el discurso «antifascista» le permitiría cosechar la adhesión de la extrema izquierda, pero seguramente pensaba que sería al revés, es decir, con una extrema izquierda subordinada a los candidatos presidenciales, un poco al estilo de Sánchez, y no a la inversa, que es lo que ha sucedido finalmente. La araña Macron se ha enredado en su propia tela.
4. El hecho es que, en la práctica, Macron acaba de entregar el Parlamento a la extrema izquierda. Y además, le ha otorgado toda la legitimidad (artificial, pero efectiva) de la «lucha contra el fascismo” proclamada por los medios y que Macron quería abanderar.
5. Con todo y con eso, el RN añade seis millones de votos y 60 escaños más a sus resultados en las legislativas anteriores. Es el primer partido político de Francia. ¿Puede gobernarse contra él?
6. Si el objetivo era pacificar el paisaje político, el resultado no puede ser más catastrófico: la Asamblea queda dividida en tres grupos minoritarios profundamente distintos, tanto que el país va a resultar objetivamente ingobernable.
Para ulteriores análisis ha de quedar la ceguera voluntaria de la mayoría mediática, empecinada en considerar «extremista» al RN pero no al Frente Popular. También la indigencia ideológica de una buena parte del voto macronista, e incluso de algunos moderados del centro derecha, que han preferido apoyar a las candidaturas de la ultraizquerda antes que al RN.
Y como colofón, la gran pregunta: ¿Qué une realmente a los burgueses macronistas, los socialistas, los comunistas, los islamistas y toda esa gente que ha unido sus votos en estas elecciones? Porque sus respectivos programas son objetivamente contradictorios en muchas cosas. Por eso Bardella (y no sólo él) habló de «coalición contra natura». Es verdad que, en términos políticos tradicionales, el pacto del macronismo con todas las izquierdas duras o blandas es contra natura. Ahora bien, tal vez haya que pensar que es que la «natura» ha cambiado. Esta no es ya la de los términos tradicionales de derecha e izquierda, capitalismo y socialismo, etc., sino otra realidad distinta: los partidarios del globalismo y del borrado de las identidades nacionales contra los partidarios de acentuar la soberanía nacional. Desde este punto de vista, el pacto francés tiene todo el sentido del mundo, pues en lo único en lo que realmente coinciden macronistas, liberales, progresistas fluidos, socialistas, comunistas y filo islamistas es en el rechazo de la preferencia nacional. Globalismo contra soberanismo. Ésta es la gran ruptura que define a nuestro tiempo. Hay que optar.
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