La forma de la majestad – Por Juan Manuel de Prada

Por Juan Manuel de Prada

Es un alivio descubrir, en una época en que se urden tantas conspiraciones malignas, que la única conspiración que triunfa plenamente sea de naturaleza benigna. Esta Gran Conspiración triunfante es la que protagonizan los Reyes Magos, en la que participan todos los padres españoles, haciendo creer a sus hijos que los regalos que hoy reciben no se los han traído ellos, sino unos hombres venidos de Oriente, como desde hace dos mil años.

Pero la fábula de los Reyes Magos no resultaría verosímil si Melchor, Gaspar y Baltasar no fuesen reyes (recordemos que los personajes evangélicos en los que se inspiran no lo eran). Ha sido la imaginación popular la que convirtió a los adoradores del Niño en reyes, por la sencilla razón de que, cuando necesitamos imaginar algo verdaderamente grande y majestuoso, algo que exceda lo normal (‘maiestas’ viene de ‘magis’) necesitamos pensar en testas coronadas. Ningún niño en su sano juicio aceptaría que los cuentos de hadas, en lugar de estar poblados de reyes venerables y pálidas princesas encantadas, estuviesen infestados de presidentes con su séquito de señoras malmaridadas y su caterva de hijas chonis. Pues los cuentos de hadas exigen personajes augustos que sean ‘más’ que el común de los mortales, que irradien majestad en cuanto hacen o dicen, para provocar el pasmo y la rendida admiración entre sus vasallos. Un cuento de hadas protagonizado por tal o cual presidente de chichinabo y por sus hijas ordinarias que menean el culo que pronto será celulítico (si no lo es ya) bailando reguetón provocaría el enfado de cualquier niño; y también de cualquier adulto no demasiado maleado por la cochambre democrática.

Lo mismo sucede con los Reyes Magos. La Gran Conspiración que los padres españoles urden cada año se derrumbaría al instante si Melchor, Gaspar y Baltasar fuesen Presidentes o Ministros Magos, pues toda esta caterva –no importa que se pongan corbata o tetas de silicona, tinte en el pelo o bótox en la jeta– son purrela indistinta y felizmente pasajera. Pero los niños no sólo exigen que los magos venidos de Oriente sean reyes; también exigen que sepan montar con donosura un camello, que vistan ropas galanas, que se atusen con primor la barba frondosa, que se sepan encasquetar con gracia el turbante sobre la piel de ébano (los niños no son racistas y los Reyes Magos negros les parecen de perlas); y también que guarden un decoro máximo en su vida íntima, que no se amanceben con pilinguis y mucho menos que las entronicen. Si mañana a los Reyes Magos les diese por desvirtuarse, de inmediato los niños abominarían de ellos; y la Gran Conspiración que los hace felices se derrumbaría estrepitosamente.

Y esto ocurre porque la majestad de los Reyes Magos exige una forma determinada. Escribía Pemán, reflexionando sobre estos asuntos, que «una monarquía con replanteos dinásticos, forzamientos dialécticos y toisones que sí que no, como la Parrala» estaría tan acabada como una Iglesia «con interpretaciones sexuales de la pureza o el celibato y charlas de sacristía volterianas». Ahora que ya tenemos charlas volterianas en las sacristías e interpretaciones sexuales de la pureza, vemos que la Iglesia está hecha unos zorros. Y lo mismo ocurriría con unos Reyes Magos que viajasen en vespa, o que subieran al camello a cualquier pilingui que encontrasen por el camino, o que delegaran funciones en un horrendo ‘call center’, en lugar de leerse todas y cada una de las cartas que les escriben los niños.

Decía Cocteau que «todo pensamiento entraña una plástica; y si la plástica cambia, el pensamiento lo hace también». Hay gentes idiotas (pero sobre todo gentes protervas) que sostienen que la forma se puede cambiar sin que cambie el fondo; pero esto es un disparate completo. Todo lo que existe depende de su forma: el ‘Romance del prisionero’ perdería su sencilla belleza aterida si lo convirtiésemos en un lustroso soneto; y los memorables y nítidos sonetos de Quevedo perderían todo su esplendor conceptista si los transformásemos en romances. Entre otras razones, porque lo que los modernos llamamos ‘fondo’ es lo que Aristóteles llamaba más propiamente ‘materia’, sobre la que la ‘forma’ actúa como principio determinador. La ‘materia’ es algo confuso, torrencial, informe; y la ‘forma’ se encarga de modelarla, le brinda sentido, le infunde vida distintiva e intransferible. Raimundo Lulio lo escribió maravillosamente: «La forma es lo que da el ser a las cosas, como el alma es lo que da el ser al cuerpo». Si cambiamos la ‘forma’ de los Reyes Magos no obtenemos otros Reyes Magos más acordes a los tiempos, sino unos adefesios que provocarían rechazo en los niños. Y lo mismo ocurre con las instituciones que se distinguen por su majestad: cuando las cambiamos de ‘forma’, no obtenemos su modernización (como pretenden idiotas y protervos), sino una parodia grotesca e irreconocible, acaso monstruosa, impepinablemente inane.

No hay monarquía sin majestad, no hay Iglesia sin dogma, no hay Reyes Magos sin camellos, sin barbas frondosas, sin conducta augusta e intachable. Por eso los monárquicos, antes que tragar con repúblicas coronadas, se hacen republicanos furibundos; por eso los creyentes, antes que tragar con Iglesias con interpretaciones sexuales de la pureza, se hacen escépticos; por eso los niños, antes que tragar con reyes en vespa o con una pindonga subida a la chepa del camello, se hacen adultos (y con el tiempo adúlteros).

Feliz Epifanía de Reyes a las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan y entienden.

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