La obsolescencia de las ideologías clásicas: el nuevo tablero político mundial – Por Marcelo Ramírez

Por Marcelo Ramírez

El mundo ha cambiado. Las estructuras políticas que rigieron el siglo XX han quedado obsoletas. La tradicional dicotomía entre izquierda y derecha, que alguna vez facilitó la comprensión de los conflictos y la organización de las sociedades, ya no tiene relevancia real. Lo que antes se identificaba como liberalismo, conservadurismo o socialismo ha sido absorbido, distorsionado y reciclado en nuevas formas de dominación, adaptadas a los intereses de las élites globalistas. Nos encontramos en un escenario donde las ideologías tradicionales han evolucionado hasta diluirse en un espectro político donde todo parece estar entremezclado.

Los partidos políticos y movimientos que aún utilizan estas categorizaciones lo hacen como meros ejercicios retóricos. Desde la derecha libertaria, la consigna es destruir cualquier vestigio de “zurdaje”, mientras que desde la izquierda el enemigo es un supuesto fascismo que en la práctica es un fantasma utilizado como espantajo para evitar discutir lo realmente importante. Pero la realidad es que ni lo que hoy se llama izquierda es izquierda, ni la derecha es lo que solía ser. Se trata de una farsa cuidadosamente estructurada para mantener el poder en manos de una minoría.

Para comprender cómo llegamos a esta situación, hay que analizar el progresivo vaciamiento de la izquierda como oposición real al sistema. La izquierda histórica, aquella que proponía la lucha de clases y el control estatal sobre los medios de producción, ha sido vaciada de contenido. Ya no se cuestiona la estructura económica de las sociedades ni el reparto de la riqueza. Las luchas han sido desplazadas hacia otros terrenos, como la identidad de género, el feminismo radical, la migración descontrolada y el cambio climático. La preocupación por la pobreza y la explotación laboral han pasado a un segundo plano. Ahora, los debates giran en torno a “oprimidos” y “privilegiados” en términos de raza, género y orientación sexual, y no en torno a la riqueza y el poder.

Esta reconfiguración ideológica no es casualidad. Es una estrategia deliberada para desviar la atención de las masas hacia conflictos artificiales. En este esquema, una mujer negra, lesbiana, atea y multimillonaria es una “oprimida”, mientras que un hombre blanco, heterosexual, cristiano y sin techo es un “opresor”. La perversión del discurso ha llevado a que los criterios de riqueza y pobreza sean reemplazados por categorías identitarias arbitrarias que fragmentan a la sociedad en innumerables grupos en permanente conflicto.

El progresismo contemporáneo ha resultado ser la herramienta perfecta para eliminar la verdadera lucha de clases y reemplazarla por una guerra cultural que solo beneficia a quienes están en la cúpula del sistema. La estrategia es clara: si la sociedad está dividida en géneros, etnias, sexualidades y demás microcategorías, nunca podrá organizarse contra quienes verdaderamente concentran el poder. Esta es la clave de la hegemonía globalista: unificar las economías mientras se fragmentan las sociedades.

Pero el progresismo no es el único brazo operativo de esta estrategia. La derecha también juega su papel en este juego de engaños. La “nueva derecha”, que se autodefine como nacionalista, anti-globalista y defensora de la familia y la tradición, también está atrapada en la misma farsa. Si bien han surgido figuras que desafían la narrativa hegemónica, muchas de ellas terminan aplicando políticas que favorecen a las mismas élites a las que dicen combatir. En Argentina, Javier Milei se presenta como un outsider que lucha contra “los zurdos”, pero su programa económico es una versión extrema del liberalismo ortodoxo que ya aplicaron Macri, Alberto y Cristina, todos con el mismo resultado: transferencia de riquezas a las élites financieras mientras el pueblo se empobrece.

Lo mismo sucedió en Brasil con Bolsonaro. Llegó al poder criticando el globalismo y el progresismo, pero una vez en la presidencia mantuvo muchas de las políticas económicas tradicionales y terminó siendo desplazado por Lula, un candidato ideal para la agenda progresista y globalista de Washington. La elección entre Bolsonaro y Lula no fue más que una falsa dicotomía entre dos versiones del mismo modelo.

El verdadero eje de conflicto ya no es izquierda contra derecha, sino globalismo contra soberanismo. Quienes defienden la soberanía nacional, la cultura tradicional y el papel del Estado en la economía están enfrentados con aquellos que promueven la disolución de las identidades nacionales, la eliminación de las fronteras y la entrega de la política a las corporaciones transnacionales. Es por eso que las ideas de pensadores como Aleksandr Duguin han ganado tracción en sectores desilusionados con la falsa dicotomía izquierda-derecha.

Rusia se ha convertido en un símbolo de resistencia frente a este avance globalista. Mientras que Occidente se consume en guerras culturales absurdas, promueve el transhumanismo y ataca cualquier forma de arraigo cultural, Rusia ha optado por fortalecer su tradición, su religión y su soberanía nacional. No es casualidad que los progresistas apoyen a la OTAN y Ucrania, mientras que los conservadores y soberanistas se alineen con Rusia. No es una cuestión de simpatía, sino de supervivencia: Rusia es la antítesis del mundo sin raíces que promueve el globalismo.

El mundo está en una calesita. Occidente se enfrenta a un colapso de su modelo social y económico, y en ese caos emergen nuevas fuerzas que buscan romper con el paradigma impuesto. La lucha ya no es entre capitalismo y socialismo, ni entre izquierda y derecha. La verdadera batalla es entre aquellos que quieren preservar su identidad, su cultura y su nación, y aquellos que trabajan para disolver todo eso en el magma indiferenciado del globalismo. Quienes no entiendan esto, están condenados a ser marionetas en un teatro de sombras donde la política no es más que una farsa cuidadosamente orquestada.

Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=iB7gQQ470vY

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