Radiografía del hombre disoluto
El viejo Epicuro, el tetrapharmakos y el hedonista contemporáneo
Por Diego Chiaramoni
“Nadie por ser joven dude en filosofar ni por ser viejo de filosofar se hastíe. Pues nadie
es joven o viejo para la salud de su alma”
-Carta a Meneceo, 122.
Los procesos coyunturales de la historia siempre han invitado a ciertos hombres, a la noble tarea de pensar. La decadencia, que guarda como íntima ley espiritual no hallar fondo, es decir, que siempre se puede ser más decadente, ha hecho emerger ciertos faros en las oscuras noches de la historia. El danés Kierkegaard, por ejemplo, apuntaba en su diario: “Existe un pájaro (la osífraga) que es llamado precursor de la lluvia. Así soy yo, Cuando el temporal comienza a formarse sobre una generación, aparecen las individualidades de mi tipo”. (1) Cuando la comunidad se resquebraja, cuando se fractura el “nosotros” que galvaniza los vínculos humanos, surgen siempre los intentos de autoconservación. Eso ha pasado ayer y eso pasa hoy, aunque con matices bien diferentes.
Epicuro, nacido en Samos (Grecia) hacia el 341 a.C, se inscribe dentro de aquella tradición que intenta hacer de la filosofía un fármaco para el alma. La crisis de las ciudades-estado griegas, el resquebrajamiento de la tradición, el lento ocaso de la Polis, incitan a ciertas conciencias a intentar hallar respuestas ante uno de los grandes dramas del hombre: el de habitar un mundo desencantado. Platón y Aristóteles habían ejercido con lucidez y autoridad la defensa de la Polis como marco de referencia para el despliegue de las potencialidades humanas. El hombre aislado ha de ser una bestia o un dios, pero jamás un hombre. Epicuro intentará recuperar, ahora en el seno de la vida intrapersonal, aquella seguridad que otrora otorgaba la comunidad cívica. Esta nueva apoyatura en la que el hombre debe hallar su felicidad es la autárkeia, es decir, el poder sobre sí mismo, la autosuficiencia. La finalidad de la obra de Epicuro en este sentido, se va a erigir entonces en una ascética del placer que, a su vez, ha de ser interpretada necesariamente como un replegamiento del individuo hacia la única esfera del cosmos donde aún puede hallar seguridad y sentido, la esfera intrapersonal. Como vemos, la política había quedado demasiado lejos. Esa experiencia de desamparo, esa sensación de vivir en un mundo para el cual mi propia presencia no cuenta, engendra como reacción el cultivo de la indiferencia (ataraxia). Para Epicuro, vivir ya no será entonces, como quería Platón, “una preparación para la muerte”, sino una adecuación a la vida. Esto no es casual, sino que hunde además sus raíces en el propio fondo ontológico de su filosofía que es esencialmente sensista y que, por tanto, tiende a desentenderse de cuestiones especulativas. Para Epicuro y su escuela, la filosofía se torna tarea estéril si no se orienta a la consecución de la felicidad.
Planteadas estas líneas propedéuticas, analicemos entonces la propuesta epicúrea denominada “tetrafármaco” (τετραφάρμακος). Cuatro son los grandes temores humanos que el filósofo de Samos desarrolla entre otros textos en su famosa Carta a Meneceo, uno de los pocos trabajos que se han conservado en el tiempo y que resume su concepción ética. Esos temores son: a los dioses, a la muerte, al dolor y al fracaso (que sin dudas se relaciona con el futuro). Epicuro se inspira en una antigua medicina utilizada por los griegos formada por la mixtura de cuatro elementos naturales: cera amarilla, resina de pino, colofonía y sebo de carnero. Las propiedades medicinales de este ungüento eran la purificación y la analgesia. Epicuro da forma entonces a una farmacología para los miedos. Veamos:
• 1. “No es impío el que rechaza los dioses del vulgo, sino el que imputa a los dioses las opiniones del vulgo. Pues las afirmaciones del vulgo sobre los dioses no son prenociones, sino suposiciones falsas”2. No se debe temer a los dioses ya que estos son seres divinos, de otra índole que la naturaleza humana. Por tanto, la ira o la cólera son proyecciones antropológicas que se le endilgan a los dioses. En todo caso, de existir fehacientemente, los dioses deberían de ser un modelo a imitar.
• 2. “Acostúmbrate a considerar que la muerte no es nada en relación a nosotros. Porque todo bien y todo mal está en la sensación; ahora bien, la muerte es privación de sensación. De aquí se sigue que el recto conocimiento de que la muerte no es nada en relación a nosotros hace gozosa la condición mortal de la vida”3. Epicuro muestra inequívocamente su concepción sensista de la existencia. Todo se halla en la sensación y, por tanto, “el más terrorífico de los males, la muerte, no es nada en relación a nosotros, porque, cuando nosotros somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, nosotros no somos más”4
• 3. El miedo al dolor, que Epicuro lo desarrolla en orden a la tensión con el placer, es para el filósofo de Samos un temor infundado, pues todo dolor es en realidad fácilmente soportable. Si se trata de un dolor intenso, su duración será breve, mientras que, si el dolor es leve, a pesar de su posible prolongada duración, será fácil de sobrellevar. Este principio se denomina “catastemático” y dice relación justamente a la evitación del dolor.
• 4. “Ha de recordarse que el futuro ni es completamente nuestro, ni completamente no nuestro, a fin de que no lo esperemos con total certeza como si tuviera que ser, ni desesperemos de él como si no tuviera que ser en absoluto”5. Sobre este marco situacional, no tiene sentido temer al futuro o al fracaso, ya que lo que ocurra en un futuro no nos concierne directamente, y, por tanto, difícilmente podríamos cambiarlo.
Hasta aquí, Epicuro y su farmacología ante los grandes y eternos temores del hombre. Llegados a este punto y en orden a lo prometido en el título del presente artículo, se impone la siguiente pregunta: ¿Puede emparentarse esta concepción epicúrea con el hedonismo contemporáneo? El primer punto de anclaje para una posible respuesta la hallamos en el mismísimo filósofo de Samos, que, al parecer, con celo responsable hacia su doctrina, nos alerta ante posibles deformaciones de la misma. Escribe Epicuro:
“(…) Cuando decimos que el placer es el fin, no hablamos de los placeres de los disolutos ni a los que residen en el goce regalado, como creen algunos que ignoran o no están de acuerdo o que interpretan mal la doctrina, sino de no padecer dolor en el cuerpo ni turbación en el alma”6
El término “disoluto” creemos resulta exacto para definir al hombre contemporáneo. Un disoluto, según refiere su etimología latina dissolutus es aquel cuya naturaleza responde a la disipación, aquel que disuelve lo esencial de las cosas. Un disoluto en un ser degradado en su profunda humanidad. El hedonista contemporáneo responde a un imperativo categórico: “debes gozar”. Esta exigencia del goce, que se emparenta con el imperio del consumo y la cosificación del otro, empaña la vida y las relaciones humanas con la tinta viscosa de una falsa autosatisfacción. A este respecto, nos parecen acertadas las palabras de Byung-Chul Han, quien en su obra La agonía del Eros apunta con lucidez:
“El cuerpo, con su valor de exposición, equivale a una mercancía. El otro es sexualizado como objeto excitante. No se puede amar al otro despojado de su alteridad , sólo se puede consumir”.7
El hedonista contemporáneo no teme a los dioses, pero venera a los ídolos. Ya lo dijo el gran Dostoievski, la naturaleza humana no puede vivir sin ser genuflexa y si no se arrodilla ante Dios se arrodilla ante otras cosas, pues en rigor no hay ateos sino idólatras. El mundo, sin encanto ni trascendencia, no merece la demora de la contemplación.
El hedonista contemporáneo no le teme a la muerte por superficial e infecundo, o quizás sí le teme, más aun, tiene ante ella un terror evitativo y por ello, no solo transformó los cementerios en praderas artificiales, sino que vació de contenido el culto a los difuntos para imponer el trámite administrativo de la cremación súbita y la pulverización de las cenizas.
El hedonista contemporáneo, tampoco mira de frente al dolor, porque el sufrimiento carece de sentido y no posee ni tan siquiera el valor de la ofrenda o la purificación. Hasta las nuevas pseudo-religiones inventaron un slogan acorde a los tiempos: “Pare de sufrir”.
Por último, el hedonista contemporáneo no teme al futuro, pero no porque “al hoy le basta su aflicción” como resuena en el Evangelio, sino porque el hedonista actual es un cortoplacista. Su “carpe diem” no remite a un carpir profundo en la huerta del día para captar su eco de eternidad, sino a estrujar la única naranja que alcanza a ver en el cajón.
Entre nosotros, los argentinos, el filósofo Silvio Maresca dedicó fecundas horas de estudio a la subjetividad moderna y su eco en la sociedad contemporánea. En su ejercicio docente repetía una y otra vez que el sujeto moderno nace vacío, es pensamiento de pensamiento y, por tanto, en el decurso de los siglos, acrecentará su necesidad de completar aquello que no tiene. Esa ilimitación del deseo redunda a su vez en una ilusión de llenado. Esa es la clave de bóveda del hedonismo contemporáneo que también el lúcido Schopenhauer observó con ojo clínico: al instante de placer sucede el tedio.
El tedio es el núcleo latente del hedonista contemporáneo, del hombre disoluto, pues ¿qué es el tedio sino una tristeza sin amor?
Desde el silencio
Diego Chiaramoni
Enero 12 de 2022
1- Kierkegaard. S. Diario íntimo. Ed. Santiago Rueda, Buenos Aires, 1955: p. 141.
2- Epicuro. Carta a Meneceo, 123-124. Traducción de Pablo Oyarzún (Universidad Católica de Chile).
3- Ibídem, 124.
4- Ibídem, 125.
5- Ibídem, 127.
6- Ibídem, 131.
7- Byung-Chul Han. La agonía del Eros. Ed. Herder, Barcelona, 2014: p. 23.
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