El fin de la tradición letrada
Por Juan Manuel de Prada
Tengo la absoluta certeza de que se nos viene encima una crisis de civilización de tamaño cósmico. No sólo porque las civilizaciones se extinguen cuando reniegan de la religión que las fundó; no sólo porque estemos en manos de gobernantes psicopáticos que nos están arrojando a la Tercera Guerra Mundial; no sólo porque nos hayamos entregado a ideologías disolventes de la comunidad política y aun de la naturaleza humana. También porque estamos arrojando a la basura la tradición letrada sobre la que se ha cimentado nuestra cultura.
Lo que hemos entendido durante dos mil quinientos años como lectura está dejando de existir. La lectura, hasta hace poco, era un acto que integraba la adquisición de conocimiento con el deleite estético; y a esa fusión integradora se sumaba un elemento todavía más decisivo, que era la experiencia mental única en que soledad y comunidad se daban la mano, pues los libros que leíamos refugiados en nuestro cuarto se proyectaban luego sobre el espacio público común y se volvían «palabras de la tribu» que nos permitían construir un mundo estable, traspasado de duración y significado.
Pero la falsa lectura que ahora hacemos en nuestras pantallitas pretende, por el contrario, sumergirnos en un carrusel vertiginoso que hace añicos el mundo, que atomiza y desintegra la comunidad y que, por supuesto, no brinda conocimiento verdadero ni tampoco auténtico deleite estético. Así se torna torturante, prolijo, pedantesco el magisterio de esos autores que llamábamos «clásicos», porque el lector de pantallitas es un premioso zoquete que –en volandas de sus prisas– repudia toda expresión literaria sutil, toda argumentación lógica compleja, toda sintaxis arborescente. Las pantallitas nos exigen que leamos en diagonal, de tal modo que la lectura sea una modalidad más de consumo tecnológico bulímico, como el consumo de pornografía o el consumo de memes. Y, por supuesto, exige que el lenguaje que leemos sea puramente enunciativo: la preceptiva literaria queda por completo abolida y cualquier imagen retórica (un calambur, una hipálage, una mera metáfora) se convierte ipso facto en jeroglífica, lo mismo que cualquier ironía o doble sentido. Hoy ya existen varias generaciones incapaces de entender (pues nadie se los ha enseñado) los primores retóricos del lenguaje; generaciones arrojadas a las tinieblas de la barbarie, que ya no podrán disfrutar de nuestros clásicos, porque no los pueden entender, porque les han arrebatado las «palabras de la tribu», mediante el sabotaje de la escuela y la exposición a la intemperie tecnológica. Esta es la cruda y pavorosa verdad que nadie quiere reconocer.
Así que los pocos lectores que todavía quedamos –y nuestro número se irá reduciendo poco a poco– estamos condenados a la infelicidad, como Don Quijote en un mundo sin caballería andante; mientras que esas nuevas generaciones sólo podrán leer bazofias para usuarios de redes y abonados de Netflix. Acabo de concluir una novela de una ambición descomunal, en cierto modo continuación de la primera que publiqué, hace ya casi treinta años, ‘Las máscaras del héroe’, en la que vuelvo a ceder la voz narrativa al mismo antihéroe desaprensivo y burlón, vitriólico y resentido. Una amiga muy querida que la está leyendo antes de su publicación me advertía que la novela me puede acarrear problemas, porque muchas personas me identificarán con mi malvado personaje y me atribuirán sus juicios biliosos y malignos. Pero hace casi treinta años, cuando publiqué ‘Las máscaras del héroe’, nadie me hizo esa advertencia, porque entonces todavía los lectores sabían que una ficción no es –como acaba de señalar Santiago Alba Rico– «ni la idea ni la realidad sino otra cosa; en algún sentido más interesante y más viva». Y esa autonomía es la que nos permite distinguir entre «la vida y la conciencia, entre la inmanencia y el relato, entre el lugar donde pasan las cosas y el lugar donde las vivimos y las pensamos». Pero en esta crisis de civilización afloran amenazas que hasta hace poco hubiesen resultado inverosímiles, sagazmente detectadas por Alba Rico: «La primera consiste en confundir la realidad con la ficción; en tratar la realidad, es decir, como si fuera de juguete; se llama nihilismo. La segunda consiste, al revés, en confundir la ficción con la realidad; en tratar la ficción como si fuera de carne y hueso; se llama fanatismo».
Lo más acongojante es que estas dos formas de confusión están mucho más extendidas de lo que creemos. No afectan tan sólo al nihilista que disfruta en su pantallita de los videos de palestinos masacrados como si fueran un videojuego o una película de acción; no afecta tan sólo al fanático ‘woke’ que vandaliza cuadros (o exige su retirada, si es más modosito) porque los juzga racistas o machistas. Afecta también a nuestros gobernantes y a nuestros jueces, convertidos en bárbaros orgullosos y despepitados. Como Juan Soto Ivars nos revela en su magnífica obra ‘Nadie se va a reír’, en España hay políticos y jueces tarados que condenan –que mandan a la cárcel– a quienes se atreven a publicar una sátira. Y lo hacen, además, con orgullo cívico, porque ya no distinguen realidad y ficción, porque ya no entienden el uso figurado del lenguaje, porque ya no pueden entender argumentaciones lógicas, porque han abjurado de la lectura, inmersos en sus pantallitas. Porque, en definitiva, han dejado de ser humanos; y estos animales están acelerando al fin de una civilización. Y allí, en la negra noche de la barbarie, nos aguarda el infierno totalitario.
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