Nueva pedagogía e ideología “woke”: dos caras de la debacle educativa
Por Facundo M. Quiroga
La “nueva pedagogía”, la madre del borrego
Soy docente de Nivel Superior no universitario hace casi diez años. Comparto el establecimiento educativo con los niveles Inicial, Primario y Medio. A continuación, como introducción al tema que trataremos, y como botones de muestra del mismo, transcribo algunos afiches que leo cotidianamente, colocados por estudiantes y docentes de niveles Medio y Superior:
“El IFD siente” (distintos carteles con ese título, al que se adosan sentimientos como “malestar”, “miedo”, “alegría”, “esperanza”, etc.), en relación a algunos episodios de violencia que ocurrieron recientemente.
“Aún queda mucho por sentir”
“Sé vos, nomás, y al mundo salvarás” (escrito con un fondo de la bandera LGBT. Particularmente paradójico, tratándose de una frase del compositor argentino Ricardo Iorio)
Así, varios más en los distintos pisos del Instituto, acompañados de murales diversos, generalmente asociados a sentimientos y emociones del estilo. El patio central también está decorado con murales de motivos similares. Muy secundariamente, y con poco esmero, a la derecha, una cartelera expone algunas cartulinas referidas a fechas patrias y provinciales, a veces mezcladas con “días internacionales”.
Nos preguntamos, mientras recorremos diariamente nuestro establecimiento, qué pasó, o más bien cuál fue el proceso por el cual las escuelas, en muy pocos años, pasaron de lucir sus paredes prácticamente desiertas de intervenciones estudiantiles –y cuando lo estaban, acompañadas generalmente de contenidos relativos a fechas patrias (independientemente de la posición que se pueda tener respecto de cada una)–, a estar abarrotadas de mensajes que apelan constantemente a la subjetividad y los sentimientos. No puede explicarse este proceso sin lo que damos en llamar nueva pedagogía.
Sin pretender aburrir a los lectores explicando el desarrollo de esta corriente en la historia de la educación, hacemos referencia a ella como un cúmulo de teorías y dogmas que convergen desde fines de la década del noventa del siglo XX, y que producirán una transformación radical en la concepción de la enseñanza y el aprendizaje, tal y como la conocemos y como el sentido común pedagógico la concibe. En rigor, este es uno de los elementos más impresionantes de la misma: su carácter subterráneo, “rizomático”, dirían Deleuze y Guattari, al margen de casi toda la sociedad.
El centro de esta nueva pedagogía es el “sujeto de la educación”, el alumno en el caso de primaria, el estudiante en el caso de secundaria e incluso de la universidad. Todo proceso de enseñanza debe centrarse en la subjetividad y los rasgos y sentires de cada uno de los alumnos. Así se habla de aprendizaje “individualizado”, de adaptación de los “estilos de enseñanza y aprendizaje” a las “inteligencias múltiples”, etc. Ya no revisten la importancia de antaño ni los docentes, ni los contenidos, ni mucho menos las autoridades de las instituciones, carentes de todo margen de acción que salga a enfrentar a este paquete pedagógico, o totalmente cooptadas por él. Cada alumno será diverso (una absoluta obviedad), y cada hecho educativo deberá partir de dicha diversidad.
Con el correr del tiempo y la maratónica consolidación de la nueva pedagogía, que marca una línea de continuidad desde el neoliberalismo hasta nuestros días –y este es otro de los rasgos fundamentales a tener en cuenta: su continuidad e intensificación tanto desde la “derecha” como desde la “izquierda”–, el docente pasará de ser aquel actor central, formado para impartir y transmitir conocimientos a sus estudiantes, a ser un “facilitador”, “animador” y “motivador” del aprendizaje, y esto independientemente del nivel del que se hable.
Por otra parte, el proceso de aprendizaje deja de concebirse como una integración de memorización (ningún aprendizaje es posible sin la memoria individual), asimilación y comprensión, y pasa a pensarse como un proceso lúdico de “reflexión”, “resignificación”, “resiliencia” (palabra clave de la nueva pedagogía), “superación” de obstáculos, en definitiva, un aprendizaje para “ser” (UNESCO, sic.), un “aprender a aprender” (jamás logré encontrar una definición concreta de lo que eso significa) para “toda la vida”: el llamado “longlife learning”, decían sus primeros impulsores, tan adeptos a la anglofilia hasta en la educación.
Otros vocablos recurrentes son el “aprendizaje por descubrimiento”, “aprendizaje significativo”, etc. Un elemento en común es la volatilidad de las definiciones de todos ellos, muy en consonancia con la filosofía posmoderna en la que las definiciones y precisiones importan muy poco o directamente nada. Ninguno de todos estos empalagosos neologismos puede entenderse sin el marco de la nueva pedagogía. Ésta dio pie a la introducción, en educación, de lo que se conoce como pedagogía de las “emociones”: como cada alumno pasa a ser diverso e irreductible respecto del otro y del docente, cada proceso de enseñanza de cualquier contenido (el gran perdedor en esta batalla) debe partir de la subjetividad del niño, adolescente o joven; esto tiene reminiscencias rousseaunianas, es decir, se remite a varios antecesores que ya criticaban el discurso pedagógico ilustrado que se comenzaba a estructurar en torno a una idea sin la cual no es posible hablar de educación como sistema: el estado nacional soberano.
Así es como, desde organismos internacionales como la UNESCO y la OCDE, se comenzó a implementar un modelo que, a la larga, vamos a observar que riñe de manera contundente con la educación tal y como el común de la sociedad la concibió históricamente a partir de su accionar concreto en la misma: como un lugar en donde se aprenden los conocimientos comunes básicos para la vida en una sociedad política definida, es decir, un sistema que enseña a todos por igual. La educación en “diversidad”, quiéranlo o no, es lesiva, al interior de las instituciones, del modelo educativo unificador.
El delirio “woke”
Ahora bien, en la actualidad, este modelo de la diversidad, debacle del nivel estudiantil mediante, no ha sido cuestionado casi nunca, precisamente porque su expansión impresionante se ha dado de modo subterráneo. Es así como, en estos tiempos, lejos de ponerse entre paréntesis, se ha intensificado a través de las ideologías posmodernas y la llamada cultura “woke”, que es ni más ni menos que la condensación del feminismo, la teoría queer, el ecologismo, el antirracismo, el animalismo y la decolonialidad, en un cuerpo de actitudes y comportamientos individuales y colectivos. La nueva pedagogía viene como molde perfecto para reproducir dicha cultura al interior de los institutos, de las aulas, los claustros universitarios…
El doble discurso de la izquierda pedagógica es el siguiente: reviste su retórica de “anticapitalismo”, inculcando, o más bien impartiendo a través de la seducción (estrategia no precisamente ajena a los mercados) o de la simplificación extrema (el “cisheteropatriarcado”, por caso, pasaría a explicar absolutamente todo) el ideario “woke”, ocultando los intereses que representa a escala global; y ante cada crítica, o ante cada señalamiento respecto de aquellos, inmediatamente se recurre a los epítetos de uso corriente: “machista”, “homolesbotransodiante”, “conspiranoico”, y un enorme etc.
Estos actores suelen ser sumamente intolerantes y dogmáticos, y lo peor es que las autoridades de los institutos están totalmente desarmadas ante sus acciones, que van desde talleres ajenos a los contenidos básicos de cada asignatura (el pretexto: las “transversalidades”, muy propias de los sistemas totalitarios), hasta performances “drag queen” o “posporno”, como ocurrió hace unos años en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. En relación a este tipo de visión de la pedagogía, nos preguntamos si alguien puede explicar, por caso, qué es la “matemática con perspectiva de género”, o qué es aprender Historia de manera “no cronológica”.
Apañados por el Estado, y sponsoreados por una ideología profundamente lesiva para la construcción de un ciudadano verdaderamente crítico, se han convertido en una minoría ruidosa pero sumamente influyente, una casta que, pensando que hace el bien, le hace todo el mal posible al sistema educativo. No podemos dejar de mencionar que todos los sindicatos se han plegado sin atenuantes a la ideología “woke”, habiendo sido en algunos casos criticados –eso sí, inorgánicamente– por colegas que no coinciden con este posicionamiento. Por lo menos en la provincia en la que uno ejerce la docencia, está totalmente desprotegido si disiente con ellos.
El “cuco” conductista y sus mitologías
El gran enemigo, aquel monstruo terrible contra el cual la nueva pedagogía se pelea, es el conductismo; se lo piensa como un adversario metafísico, que, una vez difundido, y a medida que se va legitimando masivamente el sistema educativo al interior de las sociedades, habría descendido sobre las consciencias de estudiantes y docentes como un ovni que abduce toda la acción pedagógica. Nada más lejos de la realidad: el conductismo, en rigor, jamás se aplicó sin discusiones ni debates, y nunca fue asumido por un colectivo docente plagado de complejidades y de necesidades que siempre excedieron ampliamente las discusiones teóricas.
Es más, se toman los postulados conductistas como un chivo expiatorio sin profundizar en sus implicancias; se reproducen los lugares comunes que existen en otros ámbitos: si uno defiende la clase magistral y lógicamente estructurada (no necesariamente ligada al conductismo), se lo tilda como pedagógicamente “de derecha”, “reaccionario”, “conservador”, y todos los epítetos de moda que puedan venir a la mente.
En base a este discurso, los neopedagogos, que no han parado de reproducirse y a sus discursos al interior de los claustros, construyen un hombre de paja movilizando al alumnado a pensar a la escuela como un lugar terrible de represión y disciplinamiento en donde hay que memorizar datos atados a una silla. Esto aparece justificado por los propios docentes progresistas que, influenciados básicamente por dos autores: el Foucault de “Vigilar y castigar” y el Paulo Freire de “Pedagogía del oprimido”, introducen a sus oyentes a imaginarse que toda la historia de la educación fue eso, cuando ni siquiera en la época de Sarmiento se enseñó como dicen estos docentes.
Entonces, tenemos un combo explosivo, proveniente de la pedagogía mal llamada “emancipadora”: autores y conceptos que se vomitan en los estudiantes de Formación Docente de manera totalmente acrítica, que defenestran, en todo o en parte, al sistema educativo, combinados con la ocupación del tiempo y del espacio de clase con las denominadas “transversalidades” (de carácter obligatorio), que no son más que el paquete ideológico “woke” sin cambiar siquiera una coma del discurso, adaptado a la educación a través de muy pulidas “orientaciones” que bajan del Ministerio de Educación de la Nación.
Wokismo y nueva pedagogía al servicio de la decadencia
La consecuencia de esto no puede ser otra cosa que la desintegración del proceso de enseñanza, que es lo que corre más peligro en el presente, porque cada vez egresan menos docentes con una formación intelectual sólida, quedando a merced tanto de la precarización creciente como del facilismo de las recetas “woke”. En fin, si se critican las clases estructuradas, será porque se está formando un docente incapacitado para construir una en base a un contenido específico.
Hay que rescatar que en nuestro contexto se sigue valorando la secuencia didáctica; pero el gran problema es que justamente el wokismo, en educación, se ha aliado a este formalismo pedagógico que se centra en el “cómo” y en las particularidades del alumno más que en el “qué”, resultando de ello que los estudiantes, literalmente, cada vez saben menos de las materias concretas; ¿por qué?, porque hay cuatro horas de clase, y los docentes debemos correr detrás de la “diversidad”, “adaptando” contenidos que no pueden ser adaptados sin cercenarse.
¿Se entiende por qué decimos que la ideología “woke” y la nueva pedagogía construyen peores alumnos y peores docentes? Por ejemplo: ¿cómo puedo dar, por caso, de manera íntegra y entendible la Revolución de Mayo, si ahora me obligan a priorizar la “interseccionalidad”, resignando tiempo para abordar el proceso en sí, es decir, la Historia básica ante alumnos que no saben siquiera ubicarse en el siglo XIX? ¿Cuál es la consecuencia de esto? Que el alumno sabe hablar del “patriarcado” y el “racismo” en la Revolución de Mayo… ¡sin saber en absoluto qué fue la Revolución de Mayo! Ni hablar si se nos ocurre poner entre paréntesis los relatos oficiales de la historiografía liberal al respecto, sencillamente carecemos de tiempo para ello… gracias a la ideología “woke” que estamos, insisto, obligados a impartir.
Voces críticas se unifican
A partir de un panorama general desolador, desde distintas geografías y contextos ideológicos y políticos, se está cuestionando desde hace algunos años este modelo. Podemos sintetizar dos argumentos a nivel geopolítico que sostienen la crítica:
Primero, que el sistema, con esta nueva pedagogía, está dejando de cumplir su función igualadora, produciendo nuevos mecanismos de exclusión intelectual en los países que la adoptaron sin cortapisas: con cada vez menos contenidos académicos abordados hasta en la Universidad, los sistemas de posgrados y créditos se transforman casi en una obligación; es así como la construcción de élites intelectuales y científicas queda a merced de los mercados, insistimos, independientemente de la adscripción ideológica de las mismas.
Segundo, que el modelo de la nueva pedagogía en Occidente (porque, como la ideología “woke”, son cuestiones que parten del mundo anglosajón), ya no puede competir con sistemas educativos altamente disciplinados y jerárquicos como los asiáticos (China, Corea y Singapur por delante), que ya están por delante de países otrora referentes de la educación como Alemania o Finlandia; es decir, están construyendo una renovación intelectual basados precisamente en lo opuesto a lo que propone el wokismo, y desde posiciones soberanistas.
Es decir, el modelo de la nueva pedagogía, en el centro del poder occidental, no es más que un reflejo y un refuerzo de la decadencia de dichas sociedades, y todo parece indicar que va a ir a más. Y esto es señalado por referentes de distinto cuño político como la sueca Inger Enkvist, los españoles José Sánchez Tortosa, Carlos Fernández Liria, Olga García, la argentina Ana María Borzone, entre muchos otros.
Estamos padeciendo, como docentes, la necrosis del sistema educativo como igualador social: títulos como los que hemos abordado en este artículo, más una cantidad enorme de similares y sucedáneos, no cumplen más que la función de decirle a todos los alumnos prescindibles del futuro, apenas asomados a una mínima y mendicante noción de ciudadanía (y ni hablar de ciudadanía popular), que dejen de preocuparse por el ejercicio de la inteligencia; que si ven cómo el mantel del intelecto, del conocimiento y de la disciplina se les corre centímetro a centímetro con los años, no es porque se esté destruyendo el ámbito fundamental para su adquisición, sino que es porque ahora tienen un catálogo de “identidades diversas” para elegir y que hay “inteligencias múltiples” para gozar, cada una de acuerdo a su forma de ser, o a su “estilo”, por más que se vean incapacitados incluso para fijar la vista aunque sea un minuto en un texto básico.
Proponemos a los lectores que lleven sus críticas, desde el más elemental sentido común, a los docentes y las autoridades, en cada reunión, en cada encuentro, que no duden en pelear si es necesario. Es fundamental preguntarse por lo básico nuevamente: qué se está haciendo para que los alumnos lean mejor, calculen mejor, sepan mejor la historia de su país y del mundo, y cómo se están formando los actores fundamentales que tienen a su cargo la enseñanza. Sabemos que la educación es un tema casi ausente de las agendas mediáticas, por lo que la propia comunidad educativa debe convertirse en un actor político y pedagógico que no debe resignar jamás ni la disciplina ni el mérito ni el esfuerzo, palabras tabú para los neopedagogos. Y finalmente, se deben mantener los sentidos atentos ante todo intento de engañar a padres, docentes y alumnos: la ideología “woke”, que quede lo suficientemente claro y explícito, es enemiga de la educación de calidad.
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