Ayuso, Santo Tomás y la inmigración – Por Juan Manuel de Prada

Ayuso y la inmigración
Por Juan Manuel de Prada

Han causado gran revuelo unas declaraciones recientes de Isabel Díaz Ayuso, sobre la inmigración. A la consabida reacción aspaventera del negociado ideológico de la izquierda, que ha hallado en Ayuso su némesis particular (o sólo la carnaza que mantiene apretadas las filas de su parroquia, según conviene a la demogresca), se han sumado también popes mediáticos del negociado ideológico de la derecha, que han considerado «inaceptables» sus declaraciones, por «introducir diferencias entre las procedencia de unos inmigrantes y otros». Ayuso, en efecto, afirmó que «no es lo mismo un tipo de inmigración que otra»; y, refiriéndose en concreto a los inmigrantes hispanoamericanos, señaló que «es evidente que hay unas culturas con las que tenemos una integración muchísimo mayor» porque «rezamos la misma religión [sic], tenemos la misma raíz, hemos crecido juntos y tenemos la misma cultura». Aunque añadió que «hay personas excepcionales que vienen de Marruecos, que vienen de Palestina»; es decir, personas procedentes de culturas menos afines pero merecedoras también de hospitalidad.

Por supuesto, Ayuso no se abstuvo de trufar sus declaraciones con los consabidos disparates marca de la casa que hacen las delicias (y los espumarajos) de sus detractores. Pero el escándalo lo suscitó que «introdujera diferencias» entre los inmigrantes según su procedencia, que es exactamente el mismo que propone Santo Tomás de Aquino cuando en la ‘Suma teológica’ establece nítidamente las obligaciones de la hospitalidad, pero también sus límites (S. th., I-II, q. 105, a. 3.). Santo Tomás también consideraba que «no es lo mismo un tipo de inmigración que otra», recordando que «las relaciones con los extranjeros pueden ser de paz o de guerra». Las intenciones de los inmigrantes, en efecto, pueden ser pacíficas u hostiles; y es plenamente legítimo que la nación que los recibe rechace –como medida de legítima defensa– a aquellos inmigrantes que cobijen intenciones hostiles (considerando como tales no sólo las intenciones estrictamente criminales, sino en general las intenciones contrarias al bien común de la nación que los recibe). Sospecho que a esto se refería Ayuso, en su retórica remangada y expeditiva, cuando hacía hincapié en la necesidad de ‘integración’; pues, como liberal de pata negra y defensora a ultranza de la libertad negativa, hablar de ‘bien común’ le provoca sarpullidos (tal vez, incluso, le suene a comunismo).

Santo Tomás, una vez hecha esta distinción entre inmigración amistosa y hostil, se detiene a discernir tres tipos de inmigrante pacífico: quien pasa por nuestra tierra en tránsito hacia otro lugar; quien viene a establecerse en ella como forastero; y quien quiere incorporarse por completo a la comunidad, «abrazando su religión». Como ya hemos explicado en otro artículo anterior, es precisamente el indiferentismo religioso en el que chapotea Occidente lo que convierte en irresoluble el problema inmigratorio; pero resulta muy revelador que Ayuso intuya –siquiera brumosamente y en revoltijo– este problema, cuando defiende la integración plena de quienes «rezamos la misma religión». Para los dos primeros grupos, Santo Tomás considera que debe usarse la misericordia, siempre que asuman las obligaciones y responsabilidades que les corresponden; pero no se les debe otorgar la ciudadanía (o nacionalidad). Para quienes deseen incorporarse por completo a la nación que los recibe «abrazando su religión», Santo Tomás juzga prudente –aunque no fija ningún criterio taxativo– no concederles la ciudadanía hasta la tercera generación, para que se pueda comprobar fehacientemente que están «arraigados en el amor del bien común» de la nación que los recibe. Además, el Aquinate apostilla que no todos los extranjeros deben ser tratados de igual manera, sino que conviene examinar su grado de ‘afinidad’ con la nación que los recibe. Y pone como ejemplo de ‘afinidad’ la que los hebreos del Antiguo Testamento tenían con los idumeos, con quienes los unían vínculos de sangre (pues eran descendientes de Esaú, el hermano de Jacob). Evidentemente, este criterio de ‘afinidad’ tiene fácil aplicación en el caso español, que es precisamente la que Ayuso defiende en las declaraciones que han provocado tanto escándalo: en efecto, los inmigrantes oriundos de la América hispánica deben tener preferencia sobre los inmigrantes procedentes de otros pueblos menos afines.

Santo Tomás, por último, hace una última precisión, referida a las personas procedentes de naciones poco afines, o incluso enemigas, que «podrían ser admitidos en la asamblea del pueblo, por dispensa y en premio de algún acto virtuoso, como los israelitas hicieron con el general Aquior, jefe de los amonitas que intervino ante Holofernes en apoyo a los judíos, o con la moabita Ruth». También esta salvedad la incluía Ayuso en sus declaraciones, refiriéndose a esas «personas excepcionales» que llegan a España procedentes de culturas poco afines. La presidenta madrileña, en fin, realizó unas declaraciones muy sensatas que siguen casi al dedillo las recomendaciones del Buey Mudo. Que tan sensatas declaraciones hayan provocado escándalo no sólo entre los jenízaros del negociado ideológico de izquierdas, sino también entre algunos popes mediáticos de la derecha, prueba que nuestra generación ha extraviado por completo la cordura, gangrenada de ‘virtudes locas’ e ideologías mefíticas. Como señalaba Will Durant, «una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro».

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