Bienvenidos a Francolandia
Por Juan Manuel de Prada
Uno de mis amigos más perspicaces (y, desde luego, el más melenudo de todos), Santiago Armesilla, me anunció que al doctor Sánchez no lo derribará la derechita valiente, ni tampoco la cobarde, sino Franco. Armesilla, que apacienta jóvenes en las redes sociales y en su canal de Youtube, ha observado que, merced a la matraca de la «memoria histórica» (luego reciclada en «memoria democrática»), Franco ha dejado de ser un nombre borroso para las nuevas generaciones, como en cambio lo son Alfonso XIII, Manuel Azaña, Adolfo Suárez y hasta Felipe González. Y como la matraca sobre Franco resulta siempre execratoria y la juventud es por naturaleza contestataria, se ha generado entre las últimas generaciones una curiosidad hacia Franco que en muchos casos se ha resuelto en franca admiración (perdón por el juego de palabras); y, según ha observado Armesilla, es una tendencia que no hace sino acentuarse.
Sospecho que Armesilla confunde a la minoría juvenil más inquieta o refractaria a la alfalfa sistémica, que es la que conoce y frecuenta, con las masas juveniles empachadas de Netflix y reguetón. Pero, aunque su juicio sea metonímico, resulta incuestionable que Franco es una personalidad admirada por muchos jóvenes valiosos y poco gregarios. Sospecho, sin embargo, que esta creciente y paradójica admiración hacia Franco que la matraca gubernativa ha suscitado entre la juventud no es, como sostiene Armesilla, un «efecto secundario» indeseado de la matraca de la «memoria histórica» o «democrática», sino la maligna razón primordial por la que fue creada, que no es otra sino azuzar antagonismos en el seno de la sociedad española que mantenga vivo el resentimiento cainita, tan necesario para que la izquierda mantenga su hegemonía. Como la gente que tiene una experiencia vital positiva del franquismo se va a poco a poco muriendo, es preciso incorporar a ese bando a una porción de las nuevas generaciones, que volviéndose «franquista» (siquiera platónicamente, por curiosidad histórica o inquietud política o mera reacción frente a la tabarra ambiental) mantenga vivos los antagonismos. Mediante la creación de una juventud «franquista» se matan, además, dos pájaros de un tiro: por un lado, se mantienen prietas las filas del «antifascismo»; y por otro se consigue que la parte más creativa de la sociedad, la menos dispuesta a tragarse la alfalfa sistémica, en lugar de indagar nuevas vías políticas que sirvan para transmitir el fuego de la tradición, se enfanguen en la estéril adoración de las cenizas franquistas, hasta que por desfondamiento caigan en el facherío aspaventero, o bien en el conformismo blandito. Sin duda, se trata de una jugada maestra de la malignidad.
Aunque, como suele ocurrir con todas las jugadas maestras, no se halla exenta de peligros para quien la urde. En el patético sermoncillo –tan párvulo, tan topiquero y falsorro, sólo apto para cerebros de ameba– que nos endilgó para inaugurar el parque temático de Francolandia, el doctor Sánchez destacó que la renta per cápita de los españoles se ha duplicado desde la muerte de Franco hasta nuestras días, sin advertir que aquella renta del tardofranquismo tenía muchísimo mayor poder adquisitivo que la actual; pues, en este intervalo de tiempo, los precios de los bienes más diversos –desde los alimentos básicos hasta la propiedad inmobiliaria– se han multiplicado por diez. En realidad, el gran éxito de Franco fue sobre todo económico; pues, una vez asentado en el poder (sin auténtica oposición interna) y logrado su reconocimiento internacional (merced a sus convenios con los Estados Unidos y su aceptación en instancias y organismos internacionales), Franco pudo permitirse el lujo de prescindir de la política y dedicarse a la economía. El crecimiento económico logrado en las dos últimas décadas del franquismo fue, en verdad, apabullante; entre 1960 y 1970, por ejemplo, la renta por habitante pasó de 290 dólares a 900, con un índice anual de crecimiento de la economía durante toda la década del 7,5 por ciento, el más alto de toda Europa con diferencia, hasta lograr que España se convirtiese en la novena potencia industrial del mundo. Y logrando un envidiable equilibrio entre los tres sectores de la economía, con una agricultura y ganadería que abastecían a toda la población, sin dependencias foráneas; con una industria muy vigorosa que luego sería desmantelada por el partido de Estado, siempre al servicio de intereses extranjeros; y con un sector terciario beneficiado por el «boom turístico». Una economía, en fin, infinitamente más saneada que la actual, que el doctor Sánchez nos presenta como un cohete (de verbena de feria, se entiende); y con unos derechos laborales que hoy nos parecen de ciencia-ficción (en 1975, para despedir a un trabajador, había que pagarle como indemnización cien días de sueldo por cada año trabajado), de inmediato reducidos a fosfatina por el régimen vigente, con el partido de Estado a la cabeza, desde los inaugurales Pactos de la Moncloa.
Así que el parque temático de Francolandia que el doctor Sánchez nos ofrece, para avivar los antagonismos, quizá pueda traerle sorpresas indeseadas, si la gente empieza a hacerse preguntas. Por ejemplo, ¿por qué en aquella España tan atrasada del franquismo un asalariado podía comprarse un piso y formar una familia con tres o cuatro hijos, subvenidos con un único sueldo? Sería divertidísimo que, a la postre, el parque temático de Francolandia tuviese un efecto bumerán.
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