Chesterton y Borges
Por Juan Manuel de Prada
Siglo y medio después de su nacimiento, las obras de Gilbert Keith Chesterton se siguen reeditando regularmente y existe un creciente ‘culto’ a su figura. Resulta, en verdad, paradójico (pero un escritor tan dotado para la paradoja como Chesterton no podía tener otro destino) que una época empeñada en descreer de todo aquello en lo que Chesterton fervorosamente creía se haya empeñado también en tributar su veneración a Chesterton. Y es que el escepticismo terminal y putrescente de nuestra época no ha podido con el talento en tromba del creador del padre Brown, con su sentido común de tonelada, con la rozagante buena salud de sus argumentaciones y el esplendor de su estilo, que se derramó sobre todos los géneros.
Chesterton, que en sus postrimerías fue un autor cada vez más vilipendiado por sus compatriotas, disfrutó sin embargo en España y en otros países católicos de una popularidad que se extendió durante los años cuarenta y cincuenta. Pero en la segunda mitad del pasado siglo (a medida que los países católicos se ‘protestantizan’), sobre Chesterton cae un manto de oprobio, debido a sus opiniones ‘reaccionarias’ (o sea, clarividentes y atinadísimas) sobre la democracia, el progresismo, el evolucionismo, el feminismo y demás ‘ismos’ eméticos circulantes. Ni siquiera su valedor más ferviente y prestigioso, Jorge Luis Borges, pudo sustraerse al rechazo general que producía en el progresismo ambiental el pensamiento de Chesterton; y ya cuando escribe su necrológica en la revista ‘Sur’ se desmarca de las posiciones de su maestro («Ninguna de las atracciones del cristianismo puede competir con su desaforada inverosimilitud»), asegurando que Chesterton es lo que es a pesar, y no gracias, a su catolicismo.
Borges también afirmará que «el interés que promueven [las creencias de Chesterton] es limitado; suponer que [lo] agotan es olvidar que un credo es el último término de una serie de procesos mentales y emocionales». Pero resulta que para Chesterton el Credo era algo mucho más importante que «una serie de procesos mentales y emocionales». Era el combustible de toda su literatura, que se dedicaba a alumbrar los misterios de la fe, no al modo árido de tantos apologetas envarados, sino al modo malabar de un artista circense, de tal manera que los dogmas se ponen ante nuestros ojos a hacer volatines y fingen estar ebrios, haciéndonos reír casi sin darnos cuenta, como nos haría reír un señor que saliese a la calle vestido con pijama y bombín. Algo tan elemental jamás lo entendió Borges, que por mucho que leyó y citó y tradujo a Chesterton, por mucho que imitó su humor polémico y la hermosa «claridad latina» de su estilo paradójico, siempre se empeñó en construir un Chesterton a su medida, aligerado o ‘depurado’ de aquellos aspectos de su pensamiento que le resultaban ininteligibles o le provocaban rechazo (no olvidemos que, para Borges, «la idea de un ser perfecto, omnipotente, todopoderoso, es la máxima creación de la literatura fantástica»).
De este modo, todas las lecturas que Borges hace de Chesterton son cojas, hemipléjicas, a menudo grotescas, cuando no directamente idiotas. Así ocurre, por ejemplo, cuando nos presenta ‘El hombre que fue Jueves’ como una fantasía a mitad de camino entre Lewis Carroll y Franz Kafka, ignorando la tesis teológica que el libro esconde entre sus páginas. Pues ‘El hombre que fue Jueves’ es, ante todo, una finísima fábula sobre los misterios del sufrimiento, el libre albedrío y el problema del mal, que al fin y al cabo son los mismos asuntos que hallamos en el Libro de Job; sólo que el tratamiento chestertoniano es por completo novedoso. Para un lector poco avisado, ‘El hombre que fue Jueves’ puede parecer una diatriba contra el anarquismo; pero Chesterton no dirige sus dardos contra la desobediencia a los gobiernos, sino contra el ‘non serviam’ convertido en un «vasto movimiento filosófico que está siempre anunciando una futura era de bienaventuranzas».
A la postre, Borges formaba parte de ese vasto movimiento filosófico; de ahí que, aunque siempre escribiese bajo el «notorio influjo» de Chesterton, nunca pudiese penetrar en el hombre que palpitaba en la brillantez de su escritura, en el que se amalgamaban –como escribiera Leonardo Castellani– «la sabiduría del anciano, la cordura del varón, la combatividad del joven, la petulancia del muchacho, la risa del niño y la mirada asombrada y seria del bebé». Y todas esas prendas comparecen en su escritura, que ejercen un influjo vitalmente atrayente en sus lectores. Porque el influjo que Chesterton ejerce no es solamente (a diferencia del que ejerce Borges) de índole intelectual o estética; Chesterton es también un ‘maître à penser’ que configura nuestro pensamiento y nos enseña a vivir.
Creo que esta es, a la postre, la razón última de la vigencia de Chesterton, siglo y medio después de su nacimiento; una vigencia que es de la misma naturaleza que la de otros autores como Cervantes o Dostoievski que, además de brindarnos deleite literario, nos modelan interiormente; una vigencia que Borges no podrá tener nunca, aunque sea el escritor en español técnicamente más perfecto de todo el siglo XX. Sin duda, se trata de una magnífica ironía que Dios eligiese a Borges como rescatador de Chesterton, sin permitirle penetrar la razón última de su valía, del mismo modo que eligió a Moisés como guía hacia la tierra prometida, sin permitir que la pisase. Y es que Dios es un ironista tan paradójico y deslumbrante como el mismísimo Chesterton.
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