Cacería humana en sede judicial
Por Juan Manuel de Prada
Los camanduleros y mangarranes del partido de Estado han despotricado sin rebozo contra los jueces que osan investigar sus trapisondas. Y, para enviscar a su ejército de zombis, han afirmado padecer una «cacería humana», también en «sede judicial». De este modo, lanzan el último y más agresivo envite contra la independencia de los jueces.
Los constitucionalistas chorlitos piensan que en España rige la celebérrima «separación de poderes». Pero el poder es ontológica y hasta metafísicamente uno y, por lo tanto, no puede separarse. Ni siquiera en la Santísima Trinidad, que consta de tres personas, puede existir separación de poderes («no se haga mi voluntad, sino la Tuya»); y lo que Dios no puede hacer –por ser algo irracional– tampoco puede hacerlo el hombre. El poder, que no es otra cosa sino la autoridad en acción, es único por necesidad; otra cosa distinta es que el titular del poder asigne funciones diversas a órganos independientes que actúan como contrapesos en el seno del poder único, como ocurría en la monarquía tradicional (y como quería Montesquieu que volviese a ocurrir).
Bajo el Régimen del 78, todo el poder se concentra en el ejecutivo; es decir, en el Gobierno y en el partido político que lo sustenta. El llamado poder legislativo no es tal, pues a través de la disciplina de voto se convierte en mero apéndice de los partidos. Y el judicial está sometido también al ejecutivo mediante la creación de una serie de órganos –Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial– cuya función no es preservar la independencia judicial, sino velar por los intereses partitocráticos en la designación de magistrados y en la interpretación última de las leyes. A todo ello debe sumarse la existencia de un superfluo Ministerio de Justicia (cuyas funciones deberían transferirse al Tribunal Supremo), dedicado a reprimir cualquier atisbo de independencia judicial.
Y a todas estas aberraciones añade también el ‘Régimen del 78’ la posibilidad, gracias a la simbiosis entre el ejecutivo y el legislativo, de instaurar lo que nosotros hemos denominado un «barrizal positivista»; esto es, la posibilidad de cambiar las leyes según los intereses coyunturales del Gobierno de turno. Así, mediante leyes ad hoc, a los jueces se les obliga a actuar en contra del Derecho, amnistiando o absolviendo criminales. Pero el partido de Estado no se conforma con todos estos atropellos favorecidos por el ‘Régimen del 78’, y exige que los jueces ni siquiera persigan el delito, cuando delinque quien gobierna. Es decir, el partido de Estado aboga por la irresponsabilidad en el ejercicio del poder.
Así se alcanza aquella última degeneración política sagazmente vislumbrada por Vázquez de Mella: «Si el Gabinete se declara, de hecho, irresponsable, no queda garantía legal de ninguna especie; y el resultado es un régimen oligárquico o absolutista». Ese régimen absolutista vamos a saborearlo en su apoteosis; y los jueces más que nadie.
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