La pureza de los puritanos
Por Juan Manuel de Prada
Mientras nuestra cleptocracia en fase de metástasis prosigue tan pichi su andadura, con el partido de Estado ejerciendo impávido de gran timonel, aparece un archivillano (un chivo expiatorio, en realidad), para que las masas cretinizadas pueden convertirlo en diana de su bilis. Se trata del diputado Íñigo Errejón, quien al parecer importunaba a las señoritas (a las señoritas que se dejaban importunar, naturalmente), según aseguran anónimamente las propias señoritas importunadas en las redes sociales. Y estas bagatelas –que una sociedad sana arrumbaría de inmediato en el vertedero del olvido– de inmediato colonizan los titulares de la prensa y se convierten en la comidilla de las tertulietas carroñeras (que son los cañamones con que se alimenta a las masas cretinizadas), mientras un todopoderoso ministro del Interior tiene el cuajo de afirmar en sede parlamentaria que desconocía las trapisondas de otro ministro del mismo gabinete. El partido de Estado nos mea en la cara, con la complicidad de un periodismo matalón que entra a todos los trapos.
El archivillano Errejón, según su acusadora anónima, es «extremadamente simpático para engancharte», pero luego resulta –¡vaya por Dios!– que «cuando ve que ha conseguido algo empiezan los desplantes». Primero «te muestra afecto o incluso te hace proposiciones de relación» y luego «te echa de casa», o «te castiga con desprecio o indeferencia». Como vemos, esta acusadora anónima está describiendo, con mucho dengue, aspaviento y jeribeque, el archisabido «prometer hasta meter y una vez metido nada de lo prometido». ¿De veras el señor Errejón, por emplear una táctica de seducción más vieja que la tos, es el archivillano que nos pinta el periodismo matalón al servicio de la cleptocracia? En la conducta que la acusadora anónima describe podemos hallar soberbia, engreimiento y cierta tendencia a la manipulación; comportamientos, en fin, vituperables, pero en modo alguno delictivos. Si el señor Errejón es un «maltratador psicológico», ¿por qué su acusadora anónima no lo ha denunciado ante los tribunales? ¿No será porque, simplemente, esa acusadora anónima llama «maltrato psicológico» a las artimañas de seducción propias del tenorio, todo lo desaprensivas que se quiera, pero seguramente ineficaces si la seducida no fuese demasiado crédula, o acaso ambiciosilla? Y, desde luego, «pedir prácticas sexuales humillantes» tal vez sea una grosería, o revele la mala índole de quien las pide; pero, como nos enseña Quevedo, «contra el vicio de pedir / hay la virtud de no dar».
Toda acusación digna de tal nombre debe exponer hechos demostrables y no ambiguas acusaciones y, desde luego, debe también ejercerse paladinamente ante el órgano competente, no amparada en el anonimato y el despecho y a través de la letrina de las redes sociales. El señor Errejón tiene derecho a la presunción de inocencia; y, en caso de que haya cometido algún delito, debe ser juzgado imparcialmente, en un juicio regido por el método probatorio. Así que, en lugar de convertirlo en el archivillano que le conviene a esta cleptocracia en metástasis, deberíamos hacernos una sencilla pregunta: «Si en verdad las conductas reprobables del señor Errejón eran tan notorias como ahora el periodismo matalón pretende, ¿por qué en su partido no lo apartaron del ejercicio de sus responsabilidades?». Un periodismo que no sea corifeo de la cleptocracia, en lugar de propalar acusaciones anónimas y favorecer la lapidación sumarísima del señor Errejón, debería investigar si la dirección de su partido o del partido de Estado con el que forma gobierno han sido conocedoras de casos concretos de abusos sexuales y han tratado de taparlos.
Todo lo demás es contribuir al linchamiento público de una persona sobre la que no pesa ninguna condena judicial. Pero se pretende que una denuncia anónima realizada en las redes sociales sirva de sentencia inapelable para arruinar vidas, porque «las víctimas siempre tienen razón». Resulta, en verdad, entre grotesco y desquiciante que se nos exija tener fe –¡en una época tan escéptica como la nuestra!– en vagas acusaciones anónimas, por la sencilla razón de que quien acusa sea una mujer. Resulta, en verdad, entre grotesco y desquiciante que una época que aplaude la infestación pornográfica y la sexualidad más depravada y pluriforme, que persigue y escarnece las virtudes domésticas (la modestia, la templanza, la continencia, la castidad, etcétera), que denigra los afectos naturales y las instituciones creadas para preservarlos, pretenda al mismo tiempo que los hombres vean en las mujeres seres dignos de veneración y respeto. Es por completo demente que una época que glorifica la soberanía de la pasión, las aberraciones del sensualismo y la búsqueda constante de goces inmediatos pretenda al mismo tiempo castigar las inevitables fricciones que brotan de las deshonestidades que glorifica. A esto se le llama poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias.
Nos enseñaba Dostoievski que las sociedades sanas se dedican a fortalecer los frenos morales que mantienen atados a los demonios; y que las sociedades enfermas, en cambio, desatan a los demonios, para después escandalizarse cuando empiezan a perpetrar fechorías. Y las sociedades enfermas necesitan, de vez en cuando, chivos expiatorios a los que poder linchar públicamente, en el altar de las ideologías en boga, para sentirse puras. Es la pureza de los puritanos que nadan en la inmundicia moral.
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